«Estas crisis mundiales son crisis de santos», esta frase que debiera estar escrita en mármol en todos los templos, justo a la entrada de ellos, la escribió en 1934 san Josemaría en su icónico libro de aforismos espirituales de título Camino. Entonces la II República ya mataba curas y monjas, quemaba iglesias y perseguía católicos por el hecho de serlo. Hoy como entonces, volvemos a estar perseguidos en el mundo entero, no solo en España. Es verdad, esto no ocurre con todos, solo con los que luchan por ser coherentes con su fe.

Quizá tengamos la culpa nosotros mismos de lo que nos sucede -empezando por lo más alto de la jerarquía-. Hay reflejos entre algunos de los que se dicen católicos, que en realidad lo que están es suscritos a una forma de pensar. A vivir una religión hecha a la medida que más les conviene a sus propios intereses, reclamando por un lado la claridad de san Juan Pablo II pero traicionando al catecismo. ¡Hay más cofrades que cristianos!

Recientemente ha muerto don Manuel Guerra Gómez, autor entre otros del libro Masonería, religión y política (Sekotia, 2012), y que en la entrevista que le realizaba ese mismo año el periodista Luis Losada, hacía la declaración siguiente: «Como digo en la portada del libro: era de noche y se oyó un grito: ¡están cambiando el agua de la pecera sin que los peces se enteren! España era católica, sigue siéndolo todavía en gran parte -ojo, 2012- pero de repente nos encontramos con que es relativista, sincrética y laicista».

Debiéramos recuperar la esencia católica. Reconocer lo que realmente somos. Aclarar que no somos socios de un club social. Retornar a la esencia católica es dirigirnos hacia la evolución del alma y la revolución del ser humano. Y en este sentido debemos ser agradecidos a los que nos han precedido, a aquellos que nos bautizaron y dirigieron los pasos de nuestra infancia, aunque posiblemente ni ellos fueran en gran parte conscientes de la labor que hacían. Somos herederos de la continuidad de aquella tarea con las generaciones que nos preceden.

Muchos, quizá en su ignorancia o su indolencia, se escudan en cierta historia de la Iglesia de la que no distinguen las interpretaciones anacrónicas de ciertos autores demasiado interesados en crear tal confusión. Y aun reconociendo los errores cometidos -¡ojo, no de la Iglesia, sino de los hombres que la conformamos!-, el balance es mucho más que positivo. Todos los hombres y mujeres, los movimientos, las órdenes, instituciones y prelaturas que han ido estructurando a la Iglesia desde su inicio, se dirigieron por la esencia católica, es decir, del amor.

Tendemos a acurrucarnos en la nostalgia del pasado como si aquellos tiempos fuesen los de verdad… Sin embargo, este sentimiento ya sucedía en tiempos de san Agustín que se apresuró a recordar a sus coetáneos: «No digas que el tiempo pasado fue mejor que el presente; las virtudes son las que hacen los buenos tiempos, y los vicios los que los vuelven malos». Y es que este Padre de la Iglesia tenía mucha razón, y como seguramente alguno le replicó con tristeza tratando de rebatirle, insistió: «si siempre fuera presente y no se mudara a ser pasado, ya no sería tiempo, sino eternidad». Sin duda, Amar a Dios con san Agustín (Rialp) de José Antonio Galindo, nos ayudará a poner algunas buenas piedras en la estructura de nuestro pensamiento.

A lo largo de la historia, siempre las crisis mundiales fueron crisis de santos, y viceversa, porque cuando la esencia católica pertenecía al dominio del ámbito público, donde reyes y súbditos, papas y laicos comprendían esa forma de vida, la historia avanzaba a grandes pasos en lo social, en lo artístico, en la literatura, la música y lo científico. La esencia católica fue lo que hizo de América lo que es hoy. En este aspecto me resulta muy interesante lo que dice el periodista Luis Antequera, sobre el conflicto afgano: «Por Afganistán han pasado todos los grandes imperios contemporáneos: Inglaterra tuvo que retirarse dos veces, en 1842 y en 1881. La URSS lo hizo, también derrotada, en 1992. Estados Unidos y la OTAN lo hacen ahora. Ninguno ha conseguido la menor mejora en las costumbres afganas... Me parece una buena ocasión para valorar todo el progreso y modernización que España consiguió en el escenario de los siglos XV y XVI, que registraba parecida problemática y dificultades en América». Sí, era la España católica la que hizo uno de los cambios más importantes de la historia de la humanidad, cuyo punto de inflexión se denominó Era Moderna, y que el siglo XX, ahogado por una gran crisis de santos, por la muerte de millones de seres humanos y la destrucción de pueblos enteros, ha dado lugar al posmodernismo y a un atraso paradójico donde la persona humana genuflexa a la bota del poder plutárquico mientras es despreciada frente a la tecnología.

Un ejemplo de cómo los intereses son tan diferentes entre los santos de hoy y la gente, es cómo la Iglesia ayuda en Haití, tierra pobre de gentes miserablemente abandonadas a su suerte; mientras que los estados poderosos batallan en Afganistán, tierras ricas y de enormes intereses geopolíticos.

Estamos viviendo un cambio cultural promovido en gran medida por las nuevas tecnologías, un momento importante para impedir que nos devoren ciertas corrientes fáciles, modas o el pensamiento alienado, y saber vivir por fuera lo que cultivamos por dentro. La esencia católica es el amor, que proviene y se dirige a Dios a través de nuestros hermanos, porque sin este Alfa y Omega, no saldremos de ser unos pobres filántropos, fuente de vanidad o de poder. Cuatro mil años sin Jesús (Bendita María) de J. Horacio Vázquez nos ayuda a un reconocimiento de Dios con el hombre, del Creador con su criatura, a pesar de la infinita distancia que nos separa, entre lo que es efímero y lo que es eterno, porque todo es posible por el amor.