Mi amigo Enrique Navarro ha muerto días atrás en Zaragoza. Pertenecía al club de los que se encuentran bien entre el público
Hoy no voy a hablar de ningún político ni de ningún banquero, ahora en periodo electoral -¡Habla, pueblo, habla!- voy a hablarles de un votante, que no de un votado. No vendrá mal porque en esta España de 'vedettes', son tantos los que desean estar en el proscenio que a veces siento como si en el siglo XXI hubiera más gente sobre el escenario que en la platea, más escritores que lectores y más maestros que alumnos.
Mi amigo Enrique Navarro ha muerto días atrás en Zaragoza y se encontraba bien entre el público. Frutero durante toda su vida y apenas un par de años de jubilado. Era muy consciente de que en un sistema de reparto lo que tú cotizas no sirve para pagar tu pensión sino la de tus padres. Por eso se le llama sistema de reparto. Sólo que Enrique cotizó mucho más de lo recibido, pagó la pensión de sus antecesores y no causó gastos por la suya a los adultos de ahora mismo. Vamos, que fue un buen negocio para la Seguridad Social.
Por eso, a costa de 12 horas de trabajo diario, nunca se manifestó pidiendo una subvención: ahorró para complementar su pensión y no fue una carga para nadie. Supongo que aspiraba a que los demás lo fuesen para él. En esta vida alguien tiene que tirar del carro.
O sea, la España que madruga (no, no era de Vox), que a las 2,00 de la madrugada ya iba camino de Mercazaragoza y a las seis ya estaba montando la frutería que atendía.
Enrique era, en resumen, un hombre tranquilo. En España hay millones de hombres tranquilos. Hablan poco y no se quejan casi nunca. Hombres serenos, con su retranca, tantas veces interna, que no participan en debates públicos porque saben que lo público es espectáculo y la vida misma es, de suyo, privada, íntima y también saben que sólo se disfruta con aquellos para quienes representas algo.
Una generación todavía forjada en el Decálogo, por más que algunos hayan olvidado alguno, si no todos, los 10 mandamientos. Una generación de cristianos, quizá poco píos, incluso deslenguados, pero que conocían sus límites. Y las personas y las ideas se definen por sus límites. Antes, a este fenómeno le llamábamos modestia.
Por favor, que vuelva el hombre tranquilo.