En tiempos de guerra, como los actuales, conviene recordar dos principios ligeramente olvidados acerca de la paz y contra el mero pacifismo. Dos principios que acaban por ser uno solo. A saber:
Un hombre pacífico, que no pacifista, es aquel que, en principio, no está dispuesto a matar pero sí a morir por el bien. O sea, un tipo que se toma la vida en serio.
El epicentro de la paz y de la valentía es el mártir. Ojo, no nos confundamos: hablo del mártircristiano, un tipo que no desea la muerte porque le encanta la vida y está agradecido a Dios por ella, pero que también está dispuesto a dar su vida por sus principios, porque sabe que sus principios valen más que su vida que, por otra parte, es eterna, mientras que la que entrega en el martirio tan sólo es temporal. Hablo de, por ejemplo, los mártires, tanto curas como laicos de, por ejemplo, la sangrienta persecución llevada a cabo por los republicanos españoles -todos demócratas- contra los católicos desde 1931 a 1939.
Y quizás no necesito recordar que el mártir es el más valiente de todos los seres humanos. El cobarde es el que no es pacífico, el que pretende masacrar al adversario y no se atreve porque sabe que se juega su propia vida.
Ahora bien, también hay una diferencia entre el mártir y el no-violento, tipo Gandhi. El mártir ama la justicia y no está dispuesto a entregar su vida por otra cosa que no sea su ideal. El mártir católico es la prudencia misma: sabe que resulta más prudente fallarle a su propia existencia que fallarle a Cristo dador de esa existencia, tanto de la temporal como de la eterna.
Gandhi pregonó la no violencia y generó la más violenta descolonización, la de la India, creadora de tres países donde reina la violencia y disparó la violencia de tres países y de dos religiones: Bangladesh, India y Paquistán, y el islam frente al hinduismo. Violencia extendida hasta el día de hoy, casi ochenta años después.
Gandhi expuso a sus seguidores a una sangría extrema para lograr la independencia de la India y encima fracasó: no hay una India sino que se partió en tres. Eso jamás lo hubiese hecho un mártir. Jamas lo hubiese hecho Maximiliano Kolbe, del que hablábamos días atrás a cuenta del octogésimo aniversario de Auschwitz. Y cuidado: Kolbe dio su vida, no la de los demás.
Por último, pacifista tan sólo es aquel que, horrorizado ante el espectáculo de la guerra, y en efecto, a veces horroriza, olvida que existe la guerra justa y que no defender la justicia es caer en el terrible y viejo aforismo: “No hay paz sin justicia, no hay justicia sin perdón”. De hecho, la paz de los pacifistas suele durar poco.
Y el mártir tampoco se parece al fanático: este mata por su credo, el mártir muere por él.
En cualquier caso, el tipo de pacifista más idiota es aquel que cree que el mal está en las armas, y no en el portador de las armas. Son los de la deriva militarista, aquellos que no comprenden que la violencia es legítima cuando es legítima defensa o cuando pelea por una causa justa, para evitar un mal mayor.
¿Puede haber un momento en el que sea obligatorio pelar y matar? Por supuesto que puede haberlo. En ese caso, ya saben, el consejo del carlista: Disparad, pero sin odio. Para hacer eso, se precisa más valentía que para disparar con odio, sea de clase o sea nacionalista o racista.
En cualquier caso, la valentía primera es la del mártir cristiano: prefiero morir a matar. Luego ya veremos.