En el siglo XXI, cuando la Iglesia atraviesa la peor crisis de su historia, el silencio de Dios se ha convertido en la invisibilidad de Dios. Invisibilidad aparente, ciertamente, pero más acusada por cuanto el nombre de Cristo ha sido proscrito, en Oriente y en Occidente, y los que se atreven a pronunciar su nombre en otra forma que no sea el sarcasmo o la blasfemia, saben que se arriesgan a ser ninguneados. Cristo se ha vuelto lo único que resulta políticamente incorrecto. 

Ahora bien, el Dios escondido no es propio del siglo XXI. No tan acusado como en 2024 pero la ocultación de Dios no es de ahora, es de siempre. Lo dice Vittorio Messori: "Desde los comienzos, al rebelarse a los profetas Israel, pero 'por medio de sombras enigmas' y luego al rebelarse y al mismo tiempo al esconderse en Jesús, humillado ante todos y glorificado solamente ante sus discípulos, el Dios judeocristiano ha demostrado su estrategia: suficiente luz, suficiente sombra, presencia-ocultamiento, cruz-sepulcro vacío, incertidumbre-certeza".

Jean Guitton suelta algo parecido: "el Dios cristiano es discreto. Ha puesto una apariencia de probabilidad en las dudas que se refieren a su existencia. Se ha rodeado de sombras para hacer que la fe sea meritoria y, sin duda también, para tener el derecho de perdonar hacía falta que la solución contraria a la fe conservase verosimilitud, para dejar completa libertad de acción a su misericordia".

Al final, Dios se esconde porque no quiere esclavos, quiere hijos. Quiere que le ame aquel que puede odiarle. 

Ahora bien, el que busca a Dos le encuentra, seguro. Cuando de verdad quieres conocerle le conoces... y a partir de ahí comprendes que tu plenitud, ya no digo tu felicidad, que también, consiste en tratarle de continuo. Lo demás viene por añadidura.