Habrá que escucharle antes de condenarle, antepone mi amigo cuando empezamos a hablar de Stephen Hawking. Los que hay que corren a proteger al pobre Hawking, el famoso científico -cualificación que, por cierto, que otorga el poder a quien le conviene y se lo niega a quien le molesta- antes de que cualquier crítico, con la única fuerza de la palabra, se le ocurra contrariarle.

Mi amigo pertenece al movimiento plutocrático imperante, esos tipos que en cuanto ven al ciudadano que levanta la voz contra la animalada de turno del todopoderoso Gobierno, le cierran la boca en nombre de la tolerancia y del respeto debido a la democracia; o aquéllos otros que mientras ven al rentista forrarse a costa del control de costes, es decir, del salario de sus trabajadores, se apresuran a solicitar moderación ante la crisis, la inflación o cualquier otra cosa (siempre hay una excusa para no subir los sueldos). Cuando la plutocracia impera, corremos con mangueras a las inundaciones y con barcazas a los incendios.

Pero volvamos a Hawking. El físico de Cambridge asegura que la ciencia descarta la creación divina del Cosmos. El diario El Mundo, del nunca bien loado Pedro José Ramírez, lo ha puesto sobre el tapete y ha creado lo que se dice un debate. Y, naturalmente, se trata de un falso debate.

Y tiene toda la razón. La ciencia lo descarta porque no puede abordarlo, lo descarta por inaccesible. El problema de la ciencia empírica que es lo que hoy entendemos por ciencia, para nuestra desgracia- nada tiene que decir porque la ciencia sólo puede ocuparse de lo material. Respecto a lo inmaterial, la ciencia no nos puede ayudar. Para ser exactos, lo que la ciencia convertida hoy en tecnología- puede hacer es ofrecernos confort, pero no un sentido para nuestra vida. Y sólo quien encuentra un porqué para vivir acaba encontrando el cómo.

En cualquier caso, Hawking, y por lo que he visto, aún más sus traductores, el asunto es el de siempre: la ciencia por ejemplo, con la teoría del Big Bang- no nos explica la creación, Crear supone saltar de la nada a la existencia, no explicar cómo una cosa pequeña se convierte en una grande. Los cientifistas siempre nos cuentan  la película desde la mitad: una carga negativa chocó con una positiva ¿Y de dónde salieron tales cargas, o las tales partículas, o tales moléculas, o tal la materia que, concentrada, provocó la gran explosión? Eso a la ciencia no le interesa, responden los empiristas. A lo que habría que replicarles: entonces a mí no me interesa la ciencia porque no me explica el origen del universo, sólo su desarrollo, su evolución poquita cosa.

Fue la razón, no la ciencia, un tal Aristóteles a quien en otros tiempos menos bárbaros se le calificaba como científico- quien sí explicó el universo. El viejo Aris nos contó que, dado que las cosas no se explican por sí mismas, tiene que haber un ser que posea la existencia en sí mismo, que sea la existencia misma: a ese ser es al que, concluye el maestro de Alejandro Magno, llamamos Dios.

Aviso para navegantes desconfiados: Aristóteles no creaba así el cristianismo, aunque coincida en su argumentación con el Génesis revelado a los judíos. Aristóteles demostró la existencia de Dios pero esa explicación, la única racional inventada por el hombre, puede dar origen a la filosofía cristiana o al panteísmo, las dos únicas cosmovisiones dignas de ser tenidas en cuenta, como recordaba Chesterton. A partir del egregio griego podemos salir pos dos vías: o existe el Creador y lo creado esto sí, cristianismo- o todo es Dios, -panteísmo-, raíz del mundo oriental y que hoy practican en Occidente, por ejemplo, la mayoría de los ecologistas.    

El problema de los ateos propiamente dichos es que son muy burdos. El materialismo no tiene media torta en la batalla argumental. Nadie puede creer esa tontuna de que somos lo que comemos. Por contra, somos lo que pensamos, y si no pensamos nos convertimos en amebas con patas.

Por tanto, lo verdaderamente peligroso es lo contrario del materialismo, el panespiritualismo, es decir, el redicho panteísmo, que, en mi modesta opinión, y la no tan modestia de otra mucha gente, es el verdadero enemigo a batir. Todo es material, dice el materialismo, a pesar de que ninguna de sus células actuales estaban en su cuerpo hace 10 años (no, tampoco las neuronas, o al menos su composición química, que lo mismo me da) y, sin embargo, el sigue siendo el mismo que veinte años atrás, con su identidad y su memoria. Es decir, que es el componente inmaterial del hombre la parte esencial del mismo. Ese componente al que los filósofos llaman espíritu, los cristianos alma, los psicólogos personalidad y la Hacienda pública contribuyentes.  

El panteísta resulta algo más lógico que el materialista y mucho más insidioso: todo es Dios, la materia es Dios. Eso sí, el principal problema del panteísmo es el sentido común: son pocos los dispuestos a adorar a su hígado. Y, sin falta de llegar a tanto, la metempsicosis es una consecuencia lógica del panteísmo asiático pero en Occidente, eso de reencarnarse en lagarto nos suena un tanto extraño.       

Por tanto, el problema de la ciencia es que sólo puede con lo material y lo material no ofrece respuesta alguna al hombre sobre el sentido de su vida. No puede explicar la existencia, ni la materia ni la persona, tampoco lo que ocurre después de la muerte, pues la muerte no es otra cosa que la separación entre la parte material y la inmaterial del ser humano y resulta que la ciencia no tiene pasaporte para entrar en el universo inmaterial, nada puede aportarnos sobre el amor o sobre el dolor, explica la fisiología pero enmudece ante la psicología, nada sabe de arte y no puede medir la belleza. Y en cuanto intenta someter a su método el lenguaje, es decir, el instrumento imprescindible para explicar su tesis, desbarra continuamente, porque la comunicación no acepta la sistematización. Y si no, que se lo pregunten a la Real Academia.

Desengañémonos: la ciencia es muy poquita cosa.

Tampoco existe contraposición entre fe y razón. Ojo, ni tan siquiera hay dos verdades que caminan en paralelo, sin jamás cruzarse: la religión y la ciencia. El pensamiento no es una vía férrea, sino una carretera y de un solo carril.

Si Einstein creía en Dios era, entre otras cosas, porque la teoría de la relatividad, al menos la teoría general, excede los límites de la ciencia. No se puede demostrar pero si mostrar: hay que pensarla. Don Albert era justamente eso: un gran pensador, no un gran científico. Lo mismo decía Dalí de sí mismo: que era mal dibujante pero un gran pensador.

El cientifismo encuentra problemas incluso con el universo material. En cuanto se enfrenta a lo muy grande -las galaxias- o lo muy pequeño -el cálculo infinitesimal- se enreda. Y ojo, que no me he ido del mundo inmaterial. Cuando se topa con lo espiritual, simplemente se retira, se anonada. No nos engañemos: el gran secreto del hombre consiste en que, siendo un tipo formidable, es muy poquita cosa. Su capacidad es la propia de un ser, además de creado, anfibio de espíritu y materia. Los espíritus puros se pitorrean de sus limitaciones, los muy Y ahora que menciono esta limitación ¡vaya porquería de dios sería aquél que pudiera ser demostrable por la ciencia, que cupiera en un tubo de ensayo o en el acelerador de partículas! Para mí que los científicos, insisto, los empíricos, no necesitan más información sino más humildad.

El casi problema de Pedro José  Ramírez (y ejemplifico en él al resto de materialistas prácticos) es que contrapone fe y razón, religión y ciencia, cuando el sujeto del pensamiento religioso y del pensamiento positivista es el mismo, el único individuo racional, el ser humano, un fulano estupendo, insisto, pero ferozmente limitado.

Por lo demás, la fé, es decir, el conocimiento por confianza en aquel que nos lo transmite, constituye, no sólo el razonamiento que aporta más certeza, sino el más utilizado. Más del 90% de nuestras convicciones en cualquier disciplina o actividad humana- procede de la confianza en otros. El silogismo más utilizado en la historia de la humanidad para extraer conclusiones no es propio sino ajeno: se llama argumento de autoridad. El 99% corresponde a la lógica, a la coherencia interna de un razonamiento incluido aquel que nos permite concluir que el mundo es inexplicable sin Dios- y el 1% restante creo ser demasiado generoso- corresponde a lo que hoy llamamos conocimiento científico, aquello que podemos demostrar en un tubo de ensayo. Por ejemplo, la ciencia empírica no puede responder a tres cuestiones: de dónde venimos, quiénes somos, adónde vamos.

En cualquier caso, la andanada lanzada por Hawking y publicitada por la prensa, por Pedro José, sin ir más lejos, resulta muy aprovechable. Don Stephen ha puesto a Dios en el banquillo de los acusados, lo que permite al Padre Eterno contar con un letrado defensor, aunque resulte un defensor poco letrado, como el abajo-firmante. No es malo debatir sobre la existencia de Dios: como además de Creador es Redentor, resulta más peligroso ignorarle que negarle.

Pero resulta cuando Ramírez se dedica a blasfemar, como en el relato recientemente publicado en El Mundo por su crítico taurino. A Hawking podemos responderle y respetuosamente advertirle que, a pesar de sus conocimientos de física, está equivocado: puede decirnos que la física no demuestra la existencia de Dios pero no asegura su descarte. Eso es como si yo asegurara que la poesía no existe porque yo soy incapaz de hacer un cuarteto. O mejor, que la historia de aquel irlandés al que se juzga por asesinato, quien al escuchar del fiscal que podía presentar a dos testigo que le habían visto cometer el crimen, respondió que él podía presentar a miles de testigos que no le habían visto cometerlo.

Por el contrario, al blasfemo podemos mandarle a tomar por donde amargan los pepinos y se rompen los cestos, tomadura asimismo, de la que, por pura coincidencia, el periódico de don Pedro hace insistente apología.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com