Este es el último artículo que firmo como catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá, porque me jubilaré el próximo martes día 31 de agosto, fecha final del curso 2020-2021. Pero seguiré ligado a mi Universidad e incluso impartiré una asignatura en el próximo curso, que comienza el próximo 1 de septiembre, gracias a la propuesta elevada por mis colegas del área de Historia Contemporánea, que ha sido aprobada por mi departamento y el rectorado, por lo que el siguiente artículo lo firmaré ya como catedrático “emérito” de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.

Este nombramiento como profesor emérito es una muestra de confianza de las muchas que he recibido de mi Universidad de Alcalá en estos 38 años y medio, en los que sido honrado con la pertenencia a su claustro docente. Desde el día que tomé posesión de mi plaza hasta el presente no he tenido más que motivos de agradecimiento.

Son muchos los años de mi carrera universitaria, pero se me han pasado en un soplo. Tengo tan vivos los recuerdos, que me parece que fue solo hace unos días cuando hice mi examen de Preuniversitario para entrar en la Universidad el mes de junio de 1969. ¡Cuánta razón tenía Sor Patrocinio cuando recomendaba a sus monjas que ante las dificultades y las alegrías de la vida nunca olvidaran que “todo eso se pasa, y la eternidad sin fin se acerca”! ¡Qué gran verdad! Desde que descubrí esta frase de Sor Patrocinio, ya hace años, he tratado de orientar mi conducta por esa sabia sentencia.

 ¡Cuánta razón tenía Sor Patrocinio cuando recomendaba a sus monjas que ante las dificultades y las alegrías de la vida nunca olvidaran que “todo eso se pasa, y la eternidad sin fin se acerca”! ¡Qué gran verdad! 

En mi primer año como alumno de la Universidad Autónoma de Madrid me llevé el primer bofetón en el alma. Me dio clase de Filosofía el departamento de Carlos París, que además de catedrático fue miembro del Comité Central del Partido Comunista de España.

En aquellas clases que debían haber versado sobre los “Fundamentos de la Filosofía”, se nos habló durante todo el curso de “Soteriología”. Yo tardé muy poco tiempo en darme cuenta de qué iba el juego. Se nos describieron todas las religiones que en el mundo han sido, incluida la católica, para reducirlas a la categoría de mitos. Y en la descripción se presentaba la religión católica, no solo como un mito, no solo como una ocurrencia humana, sino como el más aburrido y decadente de todos los mitos.

Aquello era una versión intelectualoide de lo del opio del pueblo. Los marxistas que durante la Guerra Civil no pudieron arrancar la fe en España con las armas, lo intentaban ahora con una nueva estrategia en los años sesenta del siglo pasado, y encontraron la colaboración de tantos meapilas que justificaban su traición a la fe con lo de la puesta al día de la Iglesia, que los muy cursis llamaban aggiornamento. ¡Cuánto dolor y cuánto daño a la Iglesia han causado y siguen causando estos renovadores de la nada, que por su falta de fe y para satisfacer su vanidad y afán de poder, con tal de aparecer ellos como modernos, dialogantes, demócratas, tolerantes y progresistas…, para que el mundo los acepte, han dejado a tantas instituciones religiosas al borde de la extinción!

Pero volvamos a mi primer año de alumno en la Universidad. Por aquellas fechas todavía faltaban seis años para que falleciera Franco… Pero el marxismo había acampado en el mundo de la cultura y muy especialmente en la Universidad Autónoma de Madrid, donde buena parte de mis profesores de Historia, si no eran marxistas explicaban las asignaturas como si lo fueran.

Don Miguel Artola era el catedrático de Historia Contemporánea. En verdad, Don Miguel no era marxista, pero tan cierto como esto es que metió en su departamento a profesores más rojos que los pimientos de Tudela. Y fue Miguel Artola mi director de lo que entonces se llamaba “tesina”, un trabajo de investigación de fin de carrera de cierta entidad.

 ¡Cuánto dolor y cuanto daño a la Iglesia han causado y siguen causando estos renovadores de la nada, que por su falta de fe y para satisfacer su vanidad y afán de poder, con tal de aparecer ellos como modernos, dialogantes, demócratas, tolerantes y progresistas…, para que el mundo los acepte, han dejado a tantas instituciones religiosas al borde de la extinción!

Para hacer mi tesina, estudié la publicación de libros en España durante los años de 1814 a 1833, correspondientes con el reinado de Fernando VII. Revisé uno a uno todos los números de El Diario de Madrid durante esos diecinueve años, donde se anunciaban los libros que salían al mercado. Hacía una ficha de cada uno de ellos, los clasificaba por materias y los “cuantificaba”, que esa era la palabra de moda entonces.

Pero para mí, solo lo de averiguar los tantos por cien de las distintas materias de los libros se me quedaba corto. Así es que en uno de los despachos con Miguel Artola le pregunte si, además del análisis cuantitativo, podía hacer también un análisis cualitativo de los libros.

En consecuencia, me fui a la Biblioteca Nacional y en la sala principal bajo su bóveda impresionante fui examinando todo el fondo bibliográfico que había fichado en la hemeroteca. Además de la materia "cuantificada", quería conocer el contenido de los libros, y ese atrevimiento estaba muy fuera del sistema de entonces, por lo que era calificado como desviación pequeña burguesa.

De entre los muchos libros que vi, cayó en mis manos el catecismo que estudiaban los niños a principios del siglo XIX. Me sorprendió su primera pregunta que no se refería ni a Dios ni a su existencia, sino que decía así: “Decid niños cómo os llamáis”, y respondía el mismo catecismo: “Pedro, Juan, Francisco, etc.”. Y que ese fuera el comienzo del catecismo que durante tanto tiempo había estado vigente me pareció definitivo y sobre todo me abrió los ojos.

En efecto, nuestra cultura occidental y cristiana se cimienta sobre el reconocimiento de la existencia de la persona, porque los que existen de verdad son Pedro, Juan y Francisco... Y por lo tanto el sujeto de la Historia no es ningún colectivo, como las clases sociales que proponen los marxistas. El sujeto de la Historia es la persona.

El fin de la Historia es que el hombre sea plenamente hombre, que llegue de donde procede, que se encuentre con Dios para siempre, que sea santo

Ni sujeto colectivo, ni leyes históricas… Se me derrumbó todo el edificio de la historiografía marxista y me faltó tiempo para enseñarle la foto de los escombros a Miguel Artola. Y como había que vivir, y también había vida fuera del departamento de Historia Contemporánea de la Universidad Autónoma, me presenté a unas oposiciones de Instituto de Enseñanza Media. Tuve la fortuna de sacarlas al poco tiempo.

Intencionadamente elegí hacer una biografía como tema de mi tesis doctoral, para justificar académicamente todo lo que pensaba: que el sujeto de la historia es la persona, que el objeto de su estudio son los actos humanos y que como no hay acto humano sin libertad, la Historia es la historia de la libertad. Por lo tanto, el trabajo del historiador consiste en estudiar decisiones que se producen en un contexto, para averiguar si ese contexto o herencia histórica son aceptados,  rechazados o modificados por la decisión. Y así se construye la historia, porque como decía Ortega los hombres tenemos historia y los animales solo tiempo, por eso las cigüeñas de Alcalá siguen haciendo sus nidos exactamente igual que en tiempos del Cardenal Cisneros, mientras que nuestra Universidad actual es diferente a la de hace siglos.

Las dificultades iniciales para poder decir libremente lo que pensaba desaparecieron cuando me presenté a unas oposiciones de Universidad. Aquellas fueron las últimas adjuntías que se celebraron antes de la Ley de Reforma Universitaria de 1983 de Maravall. Y cuando por fin, tras el último ejercicio, vi mi nombre entre los admitidos no pude menos que exclamar lo  mismo que Santa Teresa cuando vio el infierno: “¡Para siempre, para siempre, para siempre…!”.

El para siempre en mi caso han sido más de 38 años como profesor de la Universidad de Alcalá, donde durante todo este tiempo he hecho lo que podido y he cometido también los errores propios de mi condición humana, por lo que pido perdón.

Pero sí que hay algo que no he hecho nunca, o al menos yo no tengo conciencia de haberlo hecho. Nunca he escondido mis ideas y mucho menos las he cambiado para medrar. Nunca me he avergonzado de mi condición de católico; todo lo contrario, por honradez intelectual y por coherencia siempre he procurado transmitir una concepción cristiana de la vida a través de mis libros y de mi docencia. Así ha sido en mis escritos, en mis clases día a día y hasta en la solemnidad de la graduación de la promoción que me nombró su padrino, celebrada hace unos años en ese impresionante Paraninfo de la Universidad de Alcalá (pueden ver el vídeo, desde el minuto 19:30 al minuto 33:30). 

Sí, la Historia es la historia de la libertad, pero lo realmente importante es saber cuál es el fin de la Historia, porque si la persona es el sujeto de la Historia, el fin de la Historia es el mismo que el de cada una de las personas. Y conviene no equivocarse en este punto decisivo, porque el fin de la Historia no es la grandeza de la Corona, ni la unidad del partido, ni la fortaleza del sindicato, ni la expansión de la empresa, ni el esplendor de la cátedra… El fin de la Historia es que el hombre sea plenamente hombre, que llegue de donde procede, que se encuentre con Dios para siempre, que sea santo.

Javier Paredes

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá