En el documento conjunto entre la Federación Luterana y el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, en el párrafo 232 de dicho documento “Del conflicto a la comunión”, se lee: "Las divisiones del siglo XVI se encontraban enraizadas en modos diferentes de entender la verdad de la fe cristiana y eran particularmente polémicas, ya que se percibía que la salvación se encontraba en peligro. En ambas partes, las personas mantenían convicciones teológicas que no podían abandonar. No se puede culpar a nadie por seguir su conciencia cuando esta ha sido formada por la Palabra de Dios y ha llegado a sus juicios luego de seria deliberación con otros.”
En las líneas en negrita, Pelagio y Marción, Valentín y los demás gnósticos, se dan la mano; como se la dieron en su momento Lutero, Zwinglio, Calvino, y sus seguidores.
Cada uno siguió su “conciencia” a su modo; que había sido formada en la Palabra de Dios, según su propia interpretación y sin hacer ningún caso a la Tradición y al Magisterio de la Iglesia, y habían llegado a sus juicios después de deliberarlos con otros, que nada tenían que ver con las legítimas autoridades de la Iglesia en la conservación de la Fe. Cada uno hizo su propio “discernimiento”, y ¿quién era la Iglesia para juzgar?”, se han podido decir.
Por este camino, la unidad de la Iglesia se resquebrajó. Cada uno “discernió” teniendo en cuenta lo que él “entendió” de Cristo y de sus mandamientos, y lo que en su “conciencia” aparecía como bien y mal, Los protestantes se dividieron en un número indefinido de grupos, confesiones, etc. No quedaba ningún punto de referencia objetivo para entender la Palabra de Dios, y mucho menos, para vivir un objetivo juicio de conciencia.
El Señor le dijo a Pedro delante de los apóstoles: “Te daré las llaves del Reino de los cielos, lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo” (Mt. 16, 19). Y Pedro juzgó desde el Concilio de Jerusalén.