Sr. Director:
Quienes consideran que las pintadas callejeras son una excelsa manifestación cultural digna de respeto y apoyo, harán bien en disfrutarlas en sus propias casas, puertas adentro. Lo que seguro que no comparten, si son personas razonables, es que los demás debamos someternos a esa dictadura estética, y significativamente en los portales o tapias de nuestras propiedades, en las persianas de nuestros comercios, o en el dominio público por el que circulamos. Los que quieran gozar a tope del aerosol, que lo hagan a su entero gusto, pero sin hacernos pasar a todos por ese tormento, que hasta el Código Penal considera perseguible.
En los últimos años, quizá como consecuencia de ese despiste relativista en que estamos instalados, se ha venido haciendo la vista gorda a este dichoso fenómeno, en especial en las urbes y en las infraestructuras. En una nación que vive del turismo -la segunda del planeta en viajeros recibidos cada año-, se tolera aún que el transporte, las avenidas y las carreteras sean a diario víctimas de eso que las normas denominan delicadamente “deslucimiento de bienes”, y que se traduce en innumerables vagones de ferrocarril, apeaderos y estaciones pintarrajeadas con garabatos, en marquesinas de autobús literalmente embadurnadas de colorines sin ton ni son, o en señales, paneles y pantallas acústicas de las autopistas ensuciadas con esa intención “artística”. Solo Renfe destina cada ejercicio más de quince millones de euros a limpiar estas sublimes piezas del talento juvenil, que equivalen al precio de tres nuevos trenes de cercanías.
A la vista de esta deplorable situación, y del limitado saldo de eficacia que hasta ahora han arrojado las herramientas sancionadoras, acaso debamos insistir en las que apuntan a la responsabilidad solidaria de los padres de estos impunes adolescentes grafiteros -que tan buenos resultados nos ha dado en otros asuntos-, así como en la obligación personal de los que sean mayores de edad de restaurar lo que han dañado, en concepto de trabajos en beneficio de la comunidad. El resarcimiento económico no resulta siempre útil para reparar este vandalismo en bienes particulares, por la frecuente insolvencia de estos ocurrentes creadores contemporáneos, lo que conduce a tener que costearse por los propios perjudicados o sus seguros, como si sobrara el dinero.