La festividad de San José, además de rezar por los padres de familia, que buena falta nos hace, está dedicada también a pedir por las vocaciones sacerdotales. En los últimos años nos han dado más coba de la necesaria a los que no somos clérigos, y además lo han hecho con un lema tan cursi y tan clerical como el de “la edad adulta del laicado”, como si nuestros antepasados se hubieran dedicado a jugar con el sonajero en las iglesias. Y en este clima, han surgido en la Iglesia católica los llamados movimientos y nuevas realidades tan laicos, tan laicos…, que en ocasiones pudieran dar la impresión que los sacerdotes y los religiosos ya están de sobra.

Y no es así, porque la religión católica es sacramental, y sin sacerdotes no hay sacramentos y sin sacerdotes no hay Iglesia. Así es que haciendo mío el grito con el que los Vandeanos se lanzaron a la lucha para defender la religión —¡Viva Cristo Rey y los buenos curas!— hoy le voy a dedicar el artículo a los sacerdotes y, en particular, a los curas párrocos.

Sin sacerdotes no hay sacramentos, sin sacramentos no hay Iglesia

Hasta aquel día, yo siempre había estado en los archivos al otro lado del mostrador, donde se entregan los legajos. Y fue una mañana de noviembre cuando el archivero del obispado de Cuenca me invitó a bajar a los sótanos de la catedral, donde reposan los libros parroquiales. Con buen criterio y para una mejor conservación, los obispos españoles han recogido los libros antiguos de cada parroquia y los han llevado a los archivos de las diócesis, porque ya no se usan y, sin embargo, tienen un gran valor como documentos históricos.

Me sobrecogió en aquella ocasión contemplar los miles de libros antiguos colocados en las estanterías del archivo de la diócesis de Cuenca. Desde el Concilio de Trento, a partir de 1563, se encargó a las parroquias que anotasen todas las circunstancias de cada feligrés que concurrían en la recepción de los sacramentos. Y todos esos datos figuran en los libros de Bautismos, en los libros de Confirmaciones, en los libros de Matrimonio y en los libros de Defunción. 

La sociedad de Europa hasta el siglo XIX era una sociedad cristiana. Como bien escribiera François Furet, uno de los grandes historiadores de Francia y militante del Partido Comunista, “el paisaje de Francia en vísperas de la Revolución Francesa (1789) es católico… Por encima de los tejados de las aldeas se elevan los campanarios de las iglesias…” Y podríamos añadir nosotros… Y el paisaje de España, y el de Italia, y el de casi toda Europa.

Desde el Concilio de Trento, a partir de 1563, se encargó a las parroquias que anotasen todas las circunstancias de cada feligrés que concurrían en la recepción de los sacramentos

Y era en torno a estas iglesias, las parroquias, donde se articulaba la vida de los hombres. Fue la Revolución Francesa la que sustituyó las antiguas provincias por los departamentos y estableció también una triple división territorial dentro de ellos; a saber, distritos, cantones y comunas. Y fue así como las parroquias regidas por un párroco fueron remplazadas por las comunas, gobernadas por un alcalde.

Secularizada la vida de los europeos, las instituciones administrativas comenzaron a inscribir en los registros civiles datos parecidos a los que recogía la Iglesia respecto a los nacimientos, los matrimonios y las defunciones, aunque con finalidades bien distintas. En el caso de los archivos eclesiásticos cada fiel inscrito, por cristiano, se catalogaba porque tenía el inmenso valor de haber sido rescatado por la sangre de Jesucristo, y en las administraciones civiles, cada ciudadano, por contribuyente, era fichado por considerarle un filón de por vida para pagar impuestos.

En la España del siglo XIX, los antirreligiosos gobiernos liberales que persiguieron a la Iglesia, la expulsaron de sus conventos y se apropiaron de sus bienes, sin embargo, no cometieron el error de eliminar a los párrocos, como hicieron los franceses al crear una iglesia constitucional separada de Roma, despojada de sentido religioso y sometida al poder, como establecía la Constitución Civil del Clero (12-VII-1790).

Así, por ejemplo, Pascual Madoz, que organizó las matanzas de frailes en Barcelona en 1835 y las anunció desde las páginas del periódico que dirigía, El Catalán, escribía en ese mismo periódico lo siguiente: “Existe en cada parroquia un hombre que no pertenece a ninguna familia y que depende de la de todos, sin cuyo auxilio no se puede nacer ni morir; que recibe al hombre desde el seno de la madre y no le abandona hasta el de la tierra; que bendice la cuna, santifica el tálamo nupcial, ruega en el lecho de la muerte y consagra la tumba; a quien todos llaman padre y a cuyas plantas los cristianos divulgan sus más ocultos pensamientos, confían sus penas y trabajos, y derraman sus lágrimas y sus miserias; que no ocupa ningún rango social y que pertenece a todas las clases; a las inferiores por su vida humilde, pobre y retirada, y a las superiores y elevadas por la educación, sabiduría y ciencia que en él debe suponerse… Este hombre, finalmente, es el cura párroco”.Con la Revolución Francesa, las parroquias regidas por un párroco fueron remplazadas por las comunas, gobernadas por un alcalde.

Todo anticristiano apunta, antes que nada, contra el clero

Paradójico e inexplicable el párrafo del mata-frailes de Pascual Madoz, si no se tiene en cuenta que quienes como él consideran la religión como un elemento sociológico, los párrocos tienen su reconocimiento, no tanto porque unan a los feligreses con Dios, sino porque proporcionan estabilidad en las parroquias. Madoz no oculta su pensamiento y concluye su artículo con estas palabras: “Interés tenemos todos en que el pueblo no pierda el freno de la religión. ¿Qué sería de este país, señores, si llegase a perder el freno de la religión, sin haberlo sustituido el freno de la educación y la moral?”.

Cien años después el sectarismo antirreligioso de los socialistas, los comunistas y los anarquistas en su afán por imponer una sociedad atea en España, desató la mayor persecución religiosa contra la Iglesia católica de todos los tiempos.

Durante la Guerra Civil española (1936-1939) fueron asesinados 13 obispos, 4.184 sacerdotes seculares, 2.365 frailes y 283 monjas, lo que equivalía a uno de cada siete sacerdotes y a uno de cada cinco frailes. A estos datos habría que añadir el elevado número —imposible de establecer con exactitud— de tantos católicos españoles que murieron víctimas del odio contra la religión, en una persecución que hasta para asemejarse a la de los primeros cristianos dio cabida a acontecimientos como los de la "Casa de Fieras", el zoo situado entonces en el parque madrileño del Retiro, donde se arrojaban a las personas para que fuesen devoradas por los osos y los leones.

Javier Paredes
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá