Es la noticia de la semana: la demagogia del Gobierno insiste en subirle el IRPF a los ricos. Una de dos: o se los suben a las clases medias -lo que es peligroso jurídicamente- o recaudarán 1.000 milloncejos.

Y aún así, las clases medias (profesionales, pequeños empresarios, etc.) se cuidarán mucho de introducir en su empresa, en su máquina de facturar, gastos personales: coche, viajes o criada filipina.

Quien tiene un pequeño negocio, es profesional autónomo o pequeño comerciante, quien, en resumen, tiene su propia máquina de facturar. Funciona de la siguiente forma: tiene un salario por el que paga IRPF y luego reinvierte el beneficio en lugar de repartir dividendo. No se va a aumentar el salario para pagarle más al fisco, lo que hará será reinvertir en su empresa o cargar gastos personales.

Para eso, mejor sería gravar más el impuesto sobre el ahorro. Lo han subido sí, del 18 al 20%, pero los ricos de verdad rentabilizan su excedente en los mercados financieros -hay que ser tontos- y es ahí donde Hacienda debe incidir. Los capitalistas saldrán enseguida a gritar que aumentar el impuesto sobre el ahorro significa huída de ahorros, pero aquí entramos en el eterno dilema fiscal: haz esto porque es fácil, no porque sea justo.

Es mucho más justo gravar el ahorro financiero -por lo general especula en bolsa- que gravar las rentas ganadas en una actividad productiva que ayuda al bien común.

En fiscalidad no se debe buscar la comodidad sino la justicia. Por eso, un tipo único de IRPF es más sencillo pero más injusto que una cadena. Por eso, también subir los impuestos sobre la renta es más injusto que subir los impuestos sobre el consumo: al ciudadano hay que gravarle por lo que gasta, no por lo que gana. Lo que ocurre es que el fraude en el impuesto sobre el consumo es el más difícil de controlar.

Pero no nos vayamos tan lejos: subir el IRPF a los ricos no deja de ser una medida demagógica y, encima, tonta.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com