Tenemos un Papa y dos pastores. En el Vaticano se empeñan en decir que hay un solo Papa, para que no se minusvalore al Papa Francisco. No se preocupen, nadie puede minusvalorar un Papa tan humilde que nos recuerda que el mérito principal de su primer encíclica es de Ratzinger no de Bergoglio. Si lo prefieren, tenemos un Papa y dos pastores universales. Un Francisco que gobierna la iglesia y un Benedicto XVI que ya no gobierna pero pastorea.
La introducción de la encíclica Lumen Fidei es dura. Con Nietzsche por bandera, los dos pastores nos explican que para el hombre actual la fe ya no es que sea compatible con la razón, es que resulta, directamente, irracional.
Dios sí pierde batallas, lo que nunca pierde es la guerra. Las gana siempre, todas, al igual que los cristianos combatientes: estamos condenados al triunfo final. Nuestro lema es: de derrota en derrota hasta la victoria final.
Pero ahora estamos perdiendo batalla. Por eso, las cuatro manos, dos de Benedicto XVI, dos del Papa Francisco, se han puesto en jarras frente a un mundo que parece recordar una de las expresiones más duras de Jesús de Nazaret: "Cuando vuelva el hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra".
El panorama que plantea Lumen Fidei del mundo actual no es halagüeño: "El espacio de la fe se crearía allí donde la luz de la razón no pudiera llegar, allí donde el hombre ya no pudiera tener certezas. La fe se ha visto así como un salto que damos en el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el camino. Poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido".
Pero no es así. La respuesta del Papa Francisco, y del Papa Benedicto, es determinante: quien cree, ve. Podríamos añadir: y quien pide la fe la obtiene. Es más: si no crees eres culpable de no creer, porque Dios no niega la fe a quien la pide. Y, a la postre, quien cree, ve. Ninguna exageración porque, en el fondo, el argumento de la encíclica no hace otra cosa que recordar las palabras de Cristo: el que no crea se condenará. Y Dios no condena de forma injusta.
No entiendo, por ejemplo, el titular de ABC en la crónica sobre la primera encíclica de la era Francisco, el texto bipapal. Dice el diario de Vocento: "La fe no es intransigente". Pues mira no: la fe es totalmente intransigente. No acepta el ateísmo o el agnosticismo: Cristo es Dios y exige adhesión a su palabra y a su persona. La libertad humana consiste en aceptar esa palabra o despreciarla, de la misma forma que la ley natural es, asimismo, intransigente: podemos elegir tirarnos por un barranco, pero, si nos tiramos, no podemos evitar la ley física de la gravedad: nos haremos papilla en el fondo. ¿Significa esto que no hay excusas para el agnosticismo o el ateísmo Sí, significa justamente eso. El ateo es culpable. Libre, pero culpable. Tanto, que ya está condenado.
Ahora bien, quien busca la fe la encuentra; Dios nunca alude la petición, y entonces esa confianza en Dios se convierte en el eje de toda la existencia del creyente. La encíclica recuerda un episodio del pasado romano: "En las Actas de los mártires leemos este diálogo entre el prefecto romano Rústico y el cristiano Hierax: '¿Dónde están tus padres', pregunta el juez al mártir. Y éste responde: 'Nuestro verdadero padre es Cristo, y nuestra madre, la fe en él'".
Pero el mensaje de la encíclica es ese: quien quiere creer cree, y una vez que cree, ve. Una vez que cree, sabe, la vida cobra un sentido y el enigma se convierte en certeza. Porque la hoy alabada duda es una puñeta de mucho cuidado. El hombre no vive de la duda, con la duda languidece y muere; el hombre vive de la certeza. Y es una vida apasionante.
Eulogio López
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