Arturo Pérez-Reverte, escritor y académico, es un tipo sin pelos en la lengua. Arturo es un tipo duro, al que no le compran doblones ni le aturden zalemas. Su pluma es ágil, insultante, afilada. Temible. Un artículo que no golpeara sería para él como un jardín sin flores, mejor, como un banquete sin vino, como una juerga sin gritos y una taberna sin bronca. O, aún más terrible, como una novela sin galardón literario.
Y ha hecho cosas buenas el chaval, pero las ideas son caras, y hasta los genios caen en la rutina, enemiga mortal del ser humano. Pero Reverte tiene un nombre, una fama que mantener, que él entiende como algo parecido a honor y, como tantos otros, como Sánchez Drago, Paco Umbral, Antonio Gala, Haro Tecglen, cuando no se les ocurre nada deben recurrir a la blasfemia. Ese pequeño detalle por el que comenzó la Guerra Civil.
Con sus libros pasa algo similar. Comparen sus primeras obras con las novelas de plenitud. Frescas y ágiles las primeras; más plúmbeas las últimas, aunque eso sí, el número de blasfemias de su etapa adulta ha crecido en progresión geométrica. Hay que mantener el honor, muchachos. Arturo ya no está en edad de merecer, ahora imparte consejos entre la ciudadanía. Lo que dijo, un intelectual cuajado.
Escribe en El Semanal, que no deja de ser el medio periodístico más vendido de España, dado que se adjunta como colorín en todos los diarios del Grupo Vocento, incluido el del vetusto ABC. Ha pasado por Sevilla, así que Reverte ha aprovechado para pergeñar unas notas y, ya de paso, revolucionar el periodismo del siglo XXI, como corresponde a un académico sin corbata. ¿Qué sería de nosotros sin Arturo?
Pues total, que lleva un par de semanas blasfemando a gusto sobre la Semana Santa Sevillana. Es lógico, a fin de cuentas, Reverte se ha convertido en un obseso de la blasfemia como otros los son del sexo o del trabajo. Ocurre cuando uno está lleno de vacío pero tiene un prestigio que mantener. Los Revertes son clavados a las coristas: necesitan llamar la atención. Y este príncipe de las letras ha dado con la clave: la única forma que resta de escandalizar al personal es la blasfemia, quizás, porque Dios es lo único que puede enervar al pueblo sensato, más sensato que sus creadores de opinión, si ustedes me entienden. Es decir, que la blasfemia, aquello que provocó la guerra civil española, es lo único que puede encabronar al personal de forma definitiva. Y a ello se aplica con afán el señor de la prosa.
Sin embargo, creo que, en lo más hondo del corazoncito de Arturo, anida un punto de decencia, conocido por los clásicos como sentido del ridículo. Quizás por ello, su blasfemia continuada se presenta enguantada en desvelo artístico. Porque claro, los estetas pueden no creer en Dios (y existen algunos herejes que afirman que aún es peor: Dios cree poco en ellos) pero sí en el arte. Es natural.
Por eso, en su nueva elegía hispalense, Arturo el duro menea la cabeza y exclama: ¿Imaginan una gestión lúcida y eficaz de tanto arte, arquitectura y belleza?. Pero la emoción que embarga su alma, no neuronal, como la de algunos prestigiosos científicos, sino literaria, artística, no le hace olvidar el carácter admonitorio que exige su posición: En lugar de eso, Sevilla sigue resignada a ser una pequeña ciudad onanista (en qué estaría él pensando) y a veces analfabeta, que no llora por las cenizas perdidas de Murillo, pero sí cuando pasa la Virgen; y que emplea el resto del año en discutir sobre si los arreglos florales de la Esperanza Macarena eran mejores o peores que los de la Esperanza de Triana.
¿Comprendéis, repugnantes sevillanos analfabetos y onanistas? Por las cenizas de Murillo y las de su Santa Madre se es por lo que debéis derramar lágrimas de emoción, emoción estética sin duda. Quizás el interesado, el tal Bartolomé Esteban Murillo, un tipo más feo que Picio, y ante cuyas cenizas propone Arturo el duro que nos arrodillemos, pensaba de otra forma. El hecho de que pintara no una, si no docenas de veces a la Inmaculada, revela en él algo más que fervor estético, incluso, Reverte me perdone, un cierto afecto a Santa María. Por decirlo de otro modo : el tal Murillo seguramente no habría realizado una gestión lúcida y eficaz de tanto arte, arquitectura y belleza. Él, al parecer, sólo hacía arte.
Digámoslo de otro modo : una gestión lúcida del arte consistiría en contemplar las inmaculadas de Murillo y despojarlas de todo el significado que les otorgó su creador. Mejor, no sólo de su significado sino de la intención misma con la que el maestro pintó sus obras. O sea, una gestión lúcida.
Y quizás también, todos los monasterios, colegios, universidades bibliotecas, iglesias y ermitas, repartidos por todo el orbe cristiano era una muestra de onanismo y analfabetismo, aunque no nos hayamos dado cuenta justo hasta la llegada de Arturo Pérez.
Y hasta es posible -¡Señor, Señor, cuánta ignorancia!- que a todos esos arquitectos, urbanistas, escultores, pintores etc., sólo les moviera, no el deseo de hacer arte y pasar a la posteridad, sino el de ilustrar escenas bíblicas para, allá en los pórticos de las grandes catedrales enseñar el catecismo a críos mocosos explicándoles el significado de aquellos bonitos relieves. O sea, que eran incapaces de una gestión lúcida del arte. Lo único que hacían, como los devotos de la Esperanza Macarena, de Triana o de cualquier otra advocación, es expresar el amor por Cristo o su devoción a María Santísima. Pero claro, es absurdo dedicar a esos fines el arte, nada menos que arte. Esos artistas antiguos eran muy raros, onanistas, y estos sevillanos de hoy aún más raros, probablemente analfabetos.
¡Rediez Arturo, Cuando tú mueras, cuánto talento morirá contigo!
Eulogio López