En el seno de una tertulia de amigos (todos ellos profesionales con carrera universitaria, por cierto) pude comprobar hace algunos días el triunfo de lo útil sobre lo correcto, de lo fácil frente a lo exigible, de lo inmoral frente a lo lógico.
Tratábamos el tema espinoso de las relaciones sexuales de las jóvenes. Todos teníamos niñas adolescentes y el tema nos tocaba de lleno. Apuntaba una amiga que, gracias a la confianza que se había establecido entre ella y su hija, ésta le había comentado que más del 80% de las compañeras de su clase habían mantenido relaciones sexuales entre los 13 y 14 años y que, al albur de enamoramientos sucesivos (bien es sabido lo poco que a esas edades duran tales enamoramientos) estas cambiaban cada 3 o 4 meses de novio. Y no estábamos hablando de un colegio marginal sino de un colegio privado con un alumnado de clase media-alta y de enseñanza mixta, por cierto.
La verdad es que no me sorprendió. Nos han estado indicando desde hace años en el colegio de mis hijas que la formación sexual que los padres debemos transmitirles debe comenzar alrededor de los 10 años. No más tarde, a la vista de la presión social actual. Y la pregunta consiguiente no es baladí: ¿Cuántas de aquellas niñas habían recibido de sus padres una mínima formación sexual? ¿Quién les había explicado la relación entre el amor, las relaciones sexuales, la responsabilidad y las consecuencias que mediante dichas relaciones se contraen? ¿Estamos preparados los padres para educar sexualmente a nuestras hijas? La respuesta a esta pregunta fue inmediata a la confidencia que he narrado anteriormente: Durante los minutos siguientes pude comprobar que ninguno de mis amigos veían posible la relación entre una chica y un chico adolescentes sin que pudiera haber por medio relaciones sexuales. Eso sí. Todos estaban de acuerdo en que esto no era lo deseable. Otra amiga lo dejó bastante claro : si a la vista del comportamiento de su hija de 16 años, se imaginara que ésta podría mantener relaciones sexuales no dudaría en recomendarle, directamente, el uso del preservativo para evitar males mayores.
Haciendo un símil con el programa de Uganda que tanto éxito está teniendo en la lucha contra el SIDA (por cierto bastante silenciado por la ONU): Abstinencia, Fidelidad y Preservativo, por este orden, se me ocurrió interpelar a mis amigos acerca de por qué empezaban en sus soluciones por el final, es decir, por el preservativo saltándose los pasos anteriores: Castidad y Fidelidad. No hubo respuesta. Quizás la respuesta era que la educación en la Castidad y la Fidelidad (las mejores armas en la lucha de las enfermedades de transmisión sexual) es costosa. Cuesta vivir dichas virtudes y cuesta enseñarlas para que nuestros hijos las puedan vivir. Templar los instintos no es sencillo pero es posible con mayor o menos esfuerzo. Y esa es, entre otras, una de las grandezas del ser humano. Es una triste realidad que el utilitarismo se haya apoderado tan gravemente de esta sociedad que la mayoría de los padres que la componen, culpables de la, en muchos casos, inexistente educación sexual de sus hijas, se conformen, admitan y en muchos casos favorezcan que estas sean meros instrumentos consumibles de placer sexual. ¿Dónde está la dignidad de esas adolescentes? Cuando esas hoy hijas se conviertan en madres ¿qué enseñarán a sus hijas? ¿Que mediante el preservativo alcanzarán la felicidad?
Gerardo Marín Carreño
papa@marincarcedo.com