Se habla con frecuencia de falta de autoridad en la familia y en los centros educativos y se piensa que es la causa de los malos comportamientos y los bajos resultados escolares.
La autoridad ha de ejercerse lo menos posible, porque cada vez que se manifiesta, se expone a un desgaste. Tan negativo es no usarla cuando es preciso hacerlo como emplearla con exceso y terminar por perderla. Cuando el pequeño se acostumbra a oír a sus padres una determinada orden, terminan por no hacerle caso y hacer su voluntad. Por ejemplo, no sería educativo llamar cinco veces al niño para que se levante cuando a la última tiene suficiente tiempo para ir al colegio. Sería más propio llamarle una sola vez con el tiempo razonable y exigirle que se levante, aun a riesgo de que llegue tarde por su culpa. Si se desgasta la autoridad, cada día habrá que ejercerla más intensamente para obtener los mismos resultados y en definitiva será más difícil recuperar el terreno perdido.
No es positivo tener ante los educandos una actitud de desconfianza o recriminación constantes. Las actitudes desconfiadas por parte de los mayores hacen que el chico empiece a inventarse mentiras, como autodefensa personal.
Cuando el chico sabe lo que tiene que hacer es preferible dejarlo en libertad y hacerse el despistado sin decirle nada, dejándole un margen a su propia responsabilidad. Si le hemos dado nuestra confianza y no la utiliza razonablemente, más tarde le dolerá sinceramente habernos defraudado.
Por eso es positivo crear en la familia y en la escuela un ambiente de libertad en el que el chico se sienta a sus anchas, sin excesivos controles. No es bueno manifestar incredulidad al chico: la educación debe basarse en la confianza.
Arturo Ramo García