El derecho de los padres a elegir la educación que prefieren para sus hijos se contempla en la vigente Declaración Universal de Derechos Humanos, en su artículo 26.

 

Desde la niñez se debe recibir una buena educación, crecer en sociedad, adquirir un adiestramiento y unos conocimientos. Un primogénito no es una criatura lanzada al mundo; es la persona humana en la se da una estrecha relación entre procreadores y educación hasta el punto que ésta se considera como prolongación de la obra generativa.

El término educare significa la acción y el efecto del adiestramiento, tanto intelectual como moral de la prole, que incluye alimentar a los hijos. Alimento material pero también el cultivo de las facultades espirituales de los hijos que incluyen virtudes y normas de urbanidad.

Los padres, por lo tanto, son los educadores natos, las otras instrucciones son complementarias. Los progenitores tienen el derecho primario de educar a sus propios hijos.

El atentado contra el derecho de los padres constituye una clara violencia contra el derecho del hijo a recibir la educación adecuada y que, en justicia, debe ser reconocida y promovida por la sociedad.

Los padres son los primeros y principales educadores de sus propios hijos, y en este campo tienen incluso una competencia fundamental: son educadores por ser padres. Comparten su misión educativa con otras personas e instituciones, como la Iglesia o el Estado. Sin embargo, esto debe hacerse siempre aplicando correctamente el principio de subsidiaridad, afirmó Juan Pablo II.

La escuela debe ser vista, por lo tanto,  como una institución destinada a colaborar con los padres en su labor educadora. El Estado debe salvaguardar la libertad de las familias, de modo que éstas puedan elegir el centro educativo que juzguen más conveniente.

Los poderes públicos deben ofrecer los medios y las condiciones favorables para que los padres puedan escoger con libertad absoluta, según su propia conciencia, las escuelas para sus hijos.

Clemente Ferrer

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