Ya he explicado un par de veces (¿o ha sido un par de cientos?) que el virus feminista consiste en mujeres que se creen antes mujeres que personas, con una derivada final, inaprensible para la progresía, que consiste en considerare mujer antes que cristiana.
El virus está muy extendido, y se apoya en el cretinismo feminista de considerase, por nacimiento, superiores al varón. Días atrás, uno de los popes jurídicos de El País (no dejen de leer nunca El País de Polanco : a mí me inspira muchísimo), Bonifacio de la Cuadra, nos explicaba que la mujer es superior al hombre, titular al que había llegado, según nos confesaba este intelectual brillante, tras hablar con amigas feministas -¿se pueden tener amigas feministas? al parecer, sí- quienes le aconsejaron, con esa modestia que caracteriza a las del virus que lo mejor era hablar, no de la superioridad de la mujer, sino de la inferioridad del hombre. Semejante cretinada sería objeto de rechifla en cualquier colegio de primaria, pero vivimos tiempos modernos, muchacho.
Pues bien, el objetivo final del feminismo no es el establecimiento de la superioridad de la hembra, cuestión que se considera ya superada, sino llegar a lo que teníamos que llegar. Al dios-mujer. Desde lo alto de la idiocia, 40 millones de ejemplares vendidos por el señor Dan Brown y su Código Da Vinci, nos aseguran que el objetivo es posible. El amigo Dan, otro brillante intelectual, nos explica, y en su modestia apenas se atreve a incoarlo, que el Santo Grial era el útero de María Magdalena. Reconozcamos que como leyenda es un poco guarra (Dan, no eres un hereje, eres un cochino), pero el origen está en el feminita mito de dios-mujer. Quiero decir, que la mujer es tan, tan genial, tan estupenda, tan superior que no puede sino ser elevada la categoría de Dios. De hecho, el tal Jesús de Nazaret era, lo que son todos los hombres para las buenas feministas, instrumentos de apareamiento incapaces de ver más allá de sus narices. La diosa, la de verdad, era la Magdalena, que esa sí que sabía.
Las religiones paganas siempre han estado plagadas de diosas-prostitutas, pero a nadie se le ocurría elevarlas al grado de filosofía o de teología. El ciudadano del Imperio romano podría participar en bacanales y orgías sagradas, pero se sonreiría si pasada la borrachera y rehecho el tálamo alguien se empeñara en mantener el carácter sagrado de las muy sagradas coimas. La filosofía, la teología y el sentido de la vida, eran una cosa mucho más seria.
En definitiva, El Código da Vinci es una ficción cretina que sólo tiene un defecto : el empeño de su autor y de todo el imperio mediático aquejado de cristofobia, de convertir este cuento porno en una realidad histórica, física y metafísica. Y lo peor es que las feministas se lo han creído. Bonifacio debe de sentirse muy realizado.
Eulogio López