A ver chicos, al Evangelio. Marcos 3, 22-30

Pero los maestros de la ley religiosa que habían llegado de Jerusalén decían: «Está poseído por Satanás, el príncipe de los demonios. De él recibe el poder para expulsar los demonios».

Jesús los llamó para que se acercaran y respondió con una ilustración. «¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? -preguntó-. Un reino dividido por una guerra civil acabará destruido. De la misma manera una familia dividida por peleas se desintegrará. Si Satanás está dividido y pelea contra sí mismo, ¿cómo podrá mantenerse en pie? Nunca sobreviviría.

Tras la ironía, el palo: “Les digo la verdad, cualquier pecado y blasfemia pueden ser perdonados pero todo el que blasfeme contra el Espíritu Santo jamás será perdonado. Les dijo esto porque ellos decían: «Está poseído por un espíritu maligno»”.

Es decir, llamaban Satán a Dios.  

Todo lo que nos asusta no es sino blasfemia contra el Espíritu Santo. Nuevamente, la semana que ahora termina, nos lleva al texto evangélico que defiende este mal de nuestro tiempo, verdaderamente definitorio de la actual sociedad que no se conforma con burlar la norma moral -eso es ‘peccata’ minuta-. La blasfemia contra el Espíritu Santo consiste en llamar mal al bien y bien al mal, verdad a la mentira y mentira a la verdad, feo a lo bello y bello a lo feo... lo que constituye la mayor inversión de fondo y forma de toda la historia de la humanidad. 

¿Nos damos cuenta de la gravedad del asunto? Lo que no se perdonará a los hombres ni en este siglo ni en el otro, es llamar Satán a Dios. Y no se perdonará, no porque Dios no lo perdone todo sino porque, en su justicia infinita, no puede invertir lo que hoy, un poco tontamente, llamamos valores, y que no son otra cosa que las tres categorías fundamentales del pensamiento y de la existencia: bien, verdad y belleza. Sencillamente, porque han sido invertidas. Ocurre aquí lo mismo que con el viejo teorema que los ateos más tontorrones ofrecían a los cristianos: Dios no es omnipotente porque hay algo que no puede hacer: crear un peso que él mismo no pueda levantar. Ahora bien, un peso que un ser omnipotente no pueda levantar no es nada: sólo es una contradicción in terminis, algo irreal.

De la misma forma, Dios no puede perdonar a quien no se arrepiente del mal sino del bien, convencido de que el bien es el mal y el mal es el bien, porque está jugando con una quimera y Dios no coopera al mal.

Y cuando Dios no puede perdonar porque el hombre ha invertido el Decálogo... entonces tenemos un problema. Hay que darle la vuelta a nuestra mente antes que a nuestra alma. A esto, nuestras abuelas lo llamaban un sinsentido y si lo percibían en algún nieto nos exigían que volviéramos al sentido común. Lo malo es que cuando un niño invierte valores y categorías se le puede llamar al orden, pero cuando es toda una sociedad, y a su cabeza el Boletín Oficial del Estado y lo políticamente correcto, bueno, entonces me temo que la solución se vuelve compleja.

Si al aborto, es decir, a la salvajada de matar a tu propio hijo en tus propias entrañas, le llamamos derecho, estamos convirtiendo el homicidio más cobarde en un mandamiento. Entonces ya no distinguimos entre el bien y el mal: blasfemia contra el Espíritu Santo. Si al parricidio le llamamos muerte digna, entonces estamos convirtiendo la mentira en verdad y hay que volver a empezar para recuperar la cordura. 

Y si el canon de belleza es aquello que provoca náuseas, si aplaudimos la fealdad y admiramos la barbarie, entonces nos volvemos incapaces de crear cultura y arte... Si llamamos Satán a Dios, nos abocamos a la nada, porque Cristo es la suma del bien, la verdad y la belleza.

El pecado del siglo XX fue la pérdida del sentido del pecado, el pecado del siglo XXI es la blasfemia contra el Espíritu Santo. Y cuidado porque entonces habremos llegado a la estación término. No habrá un más allá. Mejor dar la vuelta.