El maestro moderno no quiere aprender, sólo enseñar
La verdad es que me cansan y cargan un tanto las controversias pedagógicas actuales. No hablo de la educación en género. Esa no me carga, sólo me encabrona. En uno de sus pocos aciertos dialécticos, Santiago Abascal habló de corrupción de menores y de perversión de la infancia. Ahí todo está claro y el que no lo tiene claro es porque no quiere tenerlo o porque forma parte de esa porción embrutecida de la humanidad siempre anhelante por eliminar la inocencia.
No, me refiero a que me cargan las discusiones pedagógicas estilo Montessori. Es decir, debates al estilo de María Montessori, aquella miserable que decidió triunfar en el mundo educativo y, para ello, abandonó a su hijo recién nacido: ella tenía que desasnar a todos los hijos de los hombres y, por tanto, el suyo suponía un incordio.
A la educación, como a tantas otras cosas en este siglo XXI, le falta un pelín de jovialidad
El método Montessori se enraizó sobre una sociedad que, para no tomarse la molestia, dura molestia, de decir ‘no’ a sus vástagos ha consagrado la libertad educativa. Libertad que nunca es tal pero que, si pudiera serlo, chocaría con aquella ráfaga de Chesterton: si educas en libertad, los alumnos más inteligentes elegirán, libremente, no ser educados en modo alguno. Esto es, elegirán hacer lo que les venga en gana.
Pero no entro ahí ni en Montessori ni en informes PISA. No tengo la menor intención de hablar sobre la educación progresista, estilo Isabel Celáa o Pilar Alegría, esa pedagogía que ha generado la primera generación -valga la redundancia- de españoles tontos y vagos a un tiempo -o sea, montessoriana- y que está forjando una colección de oligofrénicos capaces de hilar un montón de palabras sin decir nada, capaces de pensarlo todo sin concluir nada, capaces de relacionar mucho y aburrirse más.
El objetivo de muchos maestros de hoy consiste en que "no me pillen en un renuncio". No buscan educar a la personita que tienen enfrente, sino cobrar a fin de mes
No, a lo que voy es a que el docente de hoy, incluso los que no siguen a Montessori, ha perdido el ansia por aprender: sólo quiere enseñar. Eso es complicado. El maestro de hoy defiende las memeces de doña María porque ha perdido el entusiasmo del alumno. Para un niño, cada día empieza el mundo, un lugar lleno de sorpresas, peligrosas algunas, emocionantes otras o simplemente apasionantes. Sin embargo, acude a la guardería, o a la escuela, y se topa con profes resabiados que le enseñan cuestiones que no entiende pero que le fastidian. Ejemplo: la alimentación sana. Luego pretenden obligarle, eso sí, sin disciplina alguna, pero con insistente tedio, a realizar una serie de cosas que para el alumno no tienen ningún interés y para el profesor tan sólo significan cumplir un protocolo dictado por la Consejería de Educación de turno. En definitiva, el objetivo de muchos maestros de hoy consiste en que "no me pillen en un renuncio". Vamos que no buscan educar a la personita que tienen enfrente, sino cobrar a fin de mes.
No pocas veces, esta actitud procede de que ese maestro ha dejado de creer en todo, por tanto, no tiene nada que trasmitir y nada con lo que entusiasmarse. Y la educación es eso: entusiasmo por trasmitir.
No pocas veces, esta actitud procede de que ese maestro ha dejado de creer en todo, por tanto, no tiene nada que trasmitir ni nada con lo que entusiasmarse
Naturalmente, ante este panorama y con la excepción de los niños 'aplatanaos', los pequeños deciden hacer lo que les place, que es, mayormente, divertirse. El afecto lo reservan para su casa, si es que allí lo encuentran, que esa es otra. Y, a partir de ahí, es posible que los muy tolerantes profes de la generación Montessori pierdan la paciencia y se ensañen con el menor.
El docente de hoy, antes que decidirse por una educación clásica -la única que existe, basada en la autoridad natural del que sabe más- o por la cursi montessoriniana de Isabel Celáa o de Pilar Alegría, mejor haría en recuperar el entusiasmo del infante por aprender o sencillamente por hacer cosas en este mundo formidable.
Hemos llegado al punto más lamentable de la escala de corrupción del docente: aquel en el que es él quien debería aprender del discente, a ser posible del alumno más diminuto, ese que aún siente que con cada amanecer, el mundo comienza de nuevo.
Es verdad que los profes andan deprimidos pero la culpa no es de los alumnos, es culpa suya.