Lo bueno de las cumbres políticas (G-8, G-20 y compañía) es que ya no engañan a nadie: a estas alturas, todos sabemos que no sirven para nada.

Bueno, sirven para que los políticos se afiancen en el poder, en sus respectivos países, por todo el aroma de consistencia que emana de la concentración del poder.

Los poderosos ya ni disimulan a su inoperancia, y lo único que les preocupa, al igual que sus esposas, consiste en posar adecuadamente ante las cámaras de TV.

Ni tan siquiera hay competición ideológica, sólo coreografía. De ahí las extrañas alianzas entre conservadores, y socialdemócratas o entre demócratas y semi-tiranos. Obama, Sarkozy, Lula (añadido) compiten por darle palmaditas en el hombro al prójimo, lo que, al parecer, es signo inequívoco de superioridad. Una especie de competición que los rapaces de mi predio asturiano llamarían: a ver quién mea más largo.

En esta hoguera de vanidades, todos quieren participar. Y así, la Cumbre del G-8 se ha convertido en Cumbre del G-33, por aquello de los invitados presentes.

El jefe del Ejecutivo Español, Rodríguez Zapatero, ha logrado co-presidir la Cumbre sobre Seguridad Alimentaria, clave para el futuro de la humanidad. En breve, se propondrán tantas comisiones como mandatarios participantes, para que todo el mundo pueda gozar de su momento de gloria. Además, así, se crearán muchos puestos de trabajo: traductores, secretarias, guardaespaldas y camareros. Todo sea por el turismo.

Eulogio López

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