La catedrática Edurne Uriarte, a la que históricamente se ha vinculado al PSOE, pero cuya ubicación actual puede resultar mucho más compleja, tiene muchas virtudes. Entre ellas, valentía para defender sus derechos académicos frente a los batasunos, inteligencia para interpretar la realidad buena pluma y aversión al tópico. Una de esas personas que precisan argumentos para que se les convenza de algo. Pero, por encima de todo, destaca una de las virtudes más olvidadas, sin duda la más ausente del foro público : ecuanimidad. Los lerdos confunden ecuanimidad con objetividad, que además de un imposible casi siempre implica la igualdad de los desiguales. Pero no, la ecuanimidad es muco más relevante, especialmente a la hora de juzgar, trabajo que no compete tan sólo a la administración judicial sino a políticos, periodistas, intelectuales, profesores y al conjunto de la población.

Así, es una mujer quien pone en solfa el tópico, tan pregonado por las feministas, de que si las mujeres mandaran el mundo iría mejor, sin que nadie se pregunte el porqué de tan rotunda afirmación.

No sólo eso. Edurne Uriarte pone en solfa la ausencia de autocrítica en las mujeres de hoy, que recuerdan aquel famoso reportaje de una famosa escritora, ya fallecida, que tituló Más altas, más litas, más guapas. Y se quedó tan contenta.

Todo esto no podía decirlo sino una mujer. Un varón no hubiese podido ni incoar una advertencia de este calibre. Simplemente no se le escucharía: sería un machista.

Pero hay más, Uriarte incide en otras lea características del feminismo, probablemente, el movimiento que más daño ha hecho a la mujer durante el último siglo. En primer lugar, el victimismo, que ha llevado a la llamada cultura de la queja más bien poco culta- de que toda mujer que no alcanza sus objetivos tiene una razón para justificarlo : es mujer.

De la mano del feminismo mucha mujeres se han adherido al siguiente axioma en sus juicios de valor: bueno es lo que hacen las mujeres; malo es lo que hacen los hombres. De ahí a la lucha de sexos, que ha sustituido a la lucha de clases, sólo había un paso : y se dio. Las feministas responden a un patrón de conducta: lo primero es su condición femenina, lo segundo su condición humana. Y así mucho me temo que no hay manera. Pero Edurne Uriarte lo explica mucho mejor que yo, aunque me temo que una exposición tan intachable bien podría toparse con la respuesta con la que me ofrendó una periodista de vocación y feminista de profesión años atrás. Se hablaba en la redacción de cierto semanario español de la dureza de una famosa ejecutiva del JP Morgan directamente relacionada con el Banesto de Mario Conde. Entonces, nuestra amargada feminista no es necesariamente una reiteración- explicó su moderado punto de vista: A mí lo que me importa es que las mujeres tomemos el poder. Por lo demás, puede ser una hija de p.

Eulogio López

Pta: En cualquier caso, como digo, Uriarte lo explica mejor:

¿Cambiarán las mujeres el mundo?

Por EDURNE URIARTE
Catedrática de Ciencia Política de la Universidad Rey Juan Carlos

Una buena parte de las teorías sobre el benéfico liderazgo femenino se han escrito desde la izquierda y han mezclado ideales de la izquierda con los del feminismo, lo que ha producido algunas distorsiones sobre el poder representativo de lo femenino...

¿SON sus prioridades y valores diferentes a los masculinos? ¿Es otro su estilo de liderazgo? Respondo, de entrada, con un escéptico no. Pero me gustará rectificarlo si los datos que vamos a comprobar en los próximos años confirman lo que, de momento, es tan sólo una hipótesis y un deseo, el de las diferencias de las mujeres en el ejercicio del poder. Por primera vez en la historia, estamos en condiciones de responder a esas preguntas. Lo que parecía una barrera infranqueable en las posiciones más altas del poder político se está desmoronando con la misma cadencia sorprendente que el muro de Berlín. Esta revolución sí estaba anunciada, y, sin embargo, el proceso resulta impactante. Varias mujeres llegan simultáneamente a la cima del Estado en los más diversos puntos del planeta. Merkel en Alemania, Johnson-Sirleaf en Liberia, Bachelet en Chile, de nuevo Halonen en Finlandia, y en pocas semanas, quizá Flores en Perú.

Es verdad que la progresión femenina en el poder se había producido ya en los legislativos. España es un buen ejemplo. Hemos pasado del 6 por ciento de mujeres en el Congreso de la primera legislatura al 36 por ciento actual. Pero los parlamentos no despejaban las dudas sobre las posibilidades de ascenso de las mujeres. Y no sólo porque el poder de los ejecutivos es notablemente mayor, sino porque los legislativos han sido mucho más determinados por las cuotas. Pero ningún partido se rige por las cuotas cuando se trata de presentar al candidato a la presidencia del Gobierno o del Estado. Esas son las competiciones por el poder en estado puro, el cuerpo a cuerpo sin más ayudas que la propia capacidad para arrastrar a los ciudadanos.

Y el cuerpo a cuerpo ha despejado definitivamente una de las incógnitas sobre la discriminación, la referente a los valores sociales que penalizan a las mujeres que compiten por el poder. Tendremos que comenzar a usar el verbo en tiempo pasado. Porque los casos citados más arriba demuestran que eso ya no es así. El sistema electoral chileno, que tiene la peculiaridad de que hombres y mujeres votan en urnas separadas, nos ha permitido observar que ambos sexos han apoyado a Bachelet en porcentajes muy semejantes. Su condición de mujer ha sido indiferente; ni le ha dado votos suplementarios del electorado femenino ni, sobre todo, se los ha quitado del masculino. Y eso que algunos decían que Chile es una sociedad machista. Y también lo dicen de Perú, pero Lourdes Flores encabeza las encuestas con amplia diferencia.

Pero nos queda por responder a la pregunta del título de este artículo. Ahora sabemos que la igualdad numérica de las mujeres en el poder es sólo una cuestión de tiempo, pero desconocemos si las mujeres transformarán el poder. La mayoría de las teorías predicen que esa transformación se producirá, que las mujeres tienen valores y objetivos diferentes, que su estilo de liderazgo es también distinto. Y que esos valores y ese estilo son los mejores y más deseables. El mito de la buena líder se sustenta en la creencia de que las mujeres son más integradoras, más igualitarias, más interactivas, que fomentan la participación, que comparten el poder y la información, que dan más valor a las relaciones. Aún más, que las mujeres se basan en el poder personal más que en el formal, en el poder que depende, no de la posición ocupada, sino de la capacidad para establecer confianza, respeto mutuo y credibilidad. ¡Qué emoción!... Es la coletilla casi inevitable del relato anterior, que es un resumen fidedigno de varios estudios sobre el liderazgo femenino. He aquí que las mujeres reunimos todas las cualidades para ser el jefe ideal, el presidente perfecto, el poder justo y benévolo, todo aquello que los agresivos y ambiciosos hombres no han sido capaces de conseguir.

Y no lo dicen sólo las mujeres, o las feministas. También lo creen algunos hombres. Hace unos pocos años, Francis Fukuyama afirmaba que un mundo dirigido por mujeres seguirá normas diferentes, y que, cuando las mujeres ocupen el poder, éste será menos agresivo, menos aventurero, menos competitivo y menos violento. Y no es el único. Uno de los más brillantes analistas políticos de la actualidad, el columnista de «Newsweek» Fareed Zakaria, escribía en uno de los últimos números de la revista que la llegada de las mujeres transformará el poder político.

Y, sin embargo, no hay ninguna evidencia empírica respetable que haya podido confirmar lo que es, sobre todo, un deseo de las mujeres, y, quizá, un mito del feminismo. El mismo Zakaria comete la ingenuidad de tildar de excepciones los casos de tres de las primeras y más grandes líderes mujeres que dio el siglo XX, Margaret Thatcher, Golda Meir o Indira Gandhi. Y los hay que insisten en lo de la excepción cuando se acuerdan de Condoleezza Rice. Y, sin embargo, ellas constituyen una buena parte de la escasa experiencia real con que contamos hasta ahora. Y más bien indican que no existe un patrón femenino de comportamiento en la cima del poder y que la ideología política y el contexto político del país determinan las decisiones mucho más que el sexo.

Hay otro problema. Todas esas teorías se basan, fundamentalmente, en las opiniones de las mujeres sobre ellas mismas. Hace algunos años realicé una encuesta entre diputados españoles en la que les preguntaba por su percepción en torno a las diferencias de liderazgo entre hombres y mujeres. Las mujeres encontraban muchísimas, y todas a favor. Los hombres, apenas, y no tan a favor; de ellas, quiero decir. Y hay un tercer problema, y es que una buena parte de las teorías sobre el benéfico liderazgo femenino se han escrito desde la izquierda y han mezclado ideales de la izquierda con los del feminismo, lo que ha producido algunas distorsiones sobre el poder representativo de lo femenino. Esto explica, por ejemplo, la sistemática consideración de Thatcher como una excepción. Aún hay un cuarto problema, y es que esas teorías se sustentan en determinados valores culturales sobre la mujer poco agresiva, poco ambiciosa y poco competitiva propios de la experiencia de las mujeres que no lucharon por el poder, no las de ahora.

Pero, sobre todo, hay un quinto y definitivo elemento que pone en cuestión, al menos por el momento, la tesis del buen liderazgo femenino. Falta analizar los únicos datos concluyentes, los de la experiencia de las mujeres que por fin están llegando a la cima del poder. Sin prejuicios ideológicos y sin mitos. Preveo que el mundo de las presidentas será igual de competitivo y agresivo y que, en circunstancias semejantes, ellas lanzarán el mismo número de misiles e iniciarán las mismas guerras. Porque ahora mandan en el mundo, no en el hogar. Y ambas cosas no tienen nada que ver.