El cariño con el que San Josemaría Escrivá trataba a Jesús Sacramentado
Escribí el segundo artículo sobre la Eucaristía el pasado miércoles, día de la Inmaculada, motivado por un mensaje que me había llegado dos días antes. Sucedió que el primer artículo de la Eucaristía lo había leído una buena mujer, que cuando recibió por primera vez la comunión en la mano después de mucho dudar, había roto a llorar por no sentirse ni digna ni capaz, pero con el paso de los días mi artículo le había hecho caer en la cuenta de que ya lo estaba haciendo con una sospechosa normalidad, por lo que se había puesto a pensar si el coronavirus no había actuado de cambio de agujas, y estaba ahora circulando sin darse cuenta por las vías del “catolicismo moderadito”.
Y han sido tal la cantidad de mensajes de apoyo y de ánimo que me han llegado después de publicar el segundo artículo, que aquí me tienen a los mandos del portátil dándoles las gracias. El mensaje que más me ha gustado de todos, por lo que de provecho tiene para mí, lo ha escrito una persona muy devota de la Eucaristía, de la que sé que pasa muchas horas de adoración al Santísimo. Y me ha encantado, no tanto por los elogios de la primera parte que fruto del aprecio que me tiene son exagerados, y por lo tanto impublicables, sino por la segunda parte del mensaje tan beneficiosa para mí, porque dice lo siguiente: “Muchas gracias, y te has ganado que ofrezca la misa y el rosario por ti y por tus intenciones”.
La devoción eucarística de las carmelitas descalzas de Cuerva es premiada con un auténtico milagro eucarístico, durante la Guerra Civil española
Son las almas santas los que con su ejemplo nos indican cómo debe ser nuestro trato con la Eucaristía. Sin duda una de ellas es mi querida Sor Patrocinio (1811-1891), que debajo de su firma siempre añadía lo siguiente: “Esclava del Santísimo Sacramento”. Sor María Isabel de Jesús, que fue su secretaria durante muchos años, afirma que “La Sagrada Eucaristía fue su fortaleza en las luchas y tormentas de su atribulada vida, y del maná santo, de la Hostia Consagrada, sacó siempre su encendido corazón nuevos incendios con que enardecer otros corazones, celando así y extendiendo de modo prodigioso la gloria y honra de su Amado”.
La prueba de la propagación de ese incendio eucarístico de Sor Patrocinio son los diecinueve conventos de clausura fundados o reformados por ella entre los años 1856 y 1891.
En los conventos de Sor Patrocinio había adoración del Santísimo las 24 horas del día. Decisión que Sor Patrocinio sometió a votación entre todas sus hijas, mediante unas papeletas en las que ponía: “Soy gustosa de que en este nuestro convento se instituya la Vela Perpetua al Santísimo Sacramento y me obligo a acompañar a su divina Majestad el tiempo que me corresponda”.
Gracias a Dios, la Providencia me conectó con el Opus Dei, donde la piedad eucarística se vivía de un modo exquisito, consecuencia de las enseñanzas y de las claras disposiciones de San Josemaría, y volví a comulgar, por supuesto en la boca, y de rodillas en un comulgatorio con un mantel blanco, limpio, planchado, primoroso…
Sor Patrocinio se asignó un turno de dos horas por la noche. La prueba la encontré en el Archivo Diocesano de Toledo, que custodia una declaración de Juan González San Román, cirujano que atendía a las monjas del convento de Concepcionistas de Guadalajara. Esto es lo que cuenta: “Era caritativa y piadosa, tanto que con motivo de haber operado yo a una religiosa que padecía un cáncer de pecho, tuve necesidad de quedarme a dormir tres o cuatro noches en el convento en una habitación, cerca del locutorio, acompañado del padre Peña, vicario del convento, y de mi ayudante en previsión de que pudiera sobrevenir una hemorragia y poderla atender; y esto me dio ocasión de comprobar por mí mismo la piedad de la madre Patrocinio, que todas las noches a las doce la sentía y la veía pasar con su vela encendida en dirección al coro, donde permanecía por espacio de dos horas, y hablando de esto mismo con las religiosas me dijeron que la madre tenía la costumbre de orar todas las noches durante esas horas”.
Por otra parte, en un libro editado recientemente por Jorge López Teulón, titulado La profanación de la clausura femenina, podemos leer cómo la devoción eucarística de las carmelitas descalzas de Cuerva es premiada con un auténtico milagro eucarístico, durante la Guerra Civil Española. Esto es lo que pasó: “Alguien del pueblo llegó a enterarse de que las tres que estaban al cuidado del personal de la jefatura eran tres carmelitas descalzas, y una persona muy piadosa vino a confiarnos un secreto que inundó de gozo y alegría nuestros pobres corazones. Con las reservas propias del caso, pusieron en conocimiento nuestro que el señor cura de aquel pueblo, al llevarle detenido para matarle, le comunicó a una persona de su confianza que en un rinconcito de su casa tenía guardadas formas consagradas, que había recogido de la parroquia al estallar el Movimiento, para que no fuesen profanadas. Y en un rinconcito de la humilde casita tenía su trono el Señor.
La persona que nos lo comunicó, las tenía en el mismo sitio con mucha devoción. Descubrir nuestra alegría al saber tan fausta nueva, solo es posible en la brillante pluma de nuestra madre y excelsa Doctora Santa Teresa de Jesús. Pero no queríamos ser solas nosotras las que participáramos del gran banquete Eucarístico, así que, cogiendo dos formas del copón aludido, en una cajita, volamos a Cuerva con nuestro tesoro en busca de nuestras hermanas.
La hermana Teresa del Niño Jesús, imitando a San Tarsicio, llevaba en su pecho el riquísimo tesoro de la Eucaristía y a su lado haciendo guardia de honor, venían las dos hermanas ya citadas que estaban juntas. Al verlas entrar y enteradas del divino regalo, caímos de rodillas adorando al Amante de nuestra alma con transportes de alegría a aquel que se dignaba visitarnos.
Le rendimos adoración y homenaje y vivimos varios días de gozo. Guardamos el precioso tesoro en una cajita y lo metimos en un baúl bajo llave. Así tuvimos prisionero al Rey de los cielos y tierra cinco meses, siendo nuestro consuelo en nuestras amarguras y apuros.
La comunión de los santos, que es la que de verdad me une con todos los parroquianos, hasta con los madridistas que ya tiene mérito, no tiene nada que ver con movimientos asamblearios, aunque estos se celebren en lugar sagrado
Veíamos con admiración que, a pesar del tiempo, se conservaban incorruptas. A pesar de ser nuestro consuelo y sostén, era un peligro muy grande conservar aquel tesoro inapreciable. Teníamos miedo de que, por nuestra causa, fuese Jesús profanado. No teníamos a nadie para preguntar, pero como en el tiempo de la guerra se escribe con enigmas, y nos entendíamos perfectamente, desde Valencia nos entendimos por carta, por medio de tercera persona, con un padre carmelita, diciéndonos que comiésemos las blancas “pastillas”, aquella que más “constipada” estuviese, pues de lo contrario, se corrompían.
Entendimos perfectamente y nos determinamos a consumirlas, pero ¿quién era o sería la más digna para después de ocho meses de vivir en un infierno, se atreviese a comer sin confesar, aquel Pan de ángeles y manjar de pureza? Ninguna nos atrevíamos. Pero haciendo un acto de perfecta contrición, se acercaron a Jesús y le recibieron en su pecho, ofreciéndole por Sagrario su corazón. Fueron las agraciadas nuestra madre priora Teresa de Jesús y la hermana Gertrudis de la Encarnación, el día 25 de marzo, festividad de la Encarnación del Niño Dios en las purísimas entrañas de la Virgen María, consumiendo las dos Sagradas Formas, que estaban después de nueve meses frescas y blancas sin ninguna señal de corrupción”.
Y alma grande también era la de fray Damián de mi parroquia de San Diego en Vallecas, que me enseñó de niño a tratar a Jesús Sacramentado, como comenté en el primer artículo de la Eucaristía. Pero pasados unos años, trasladaron a fray Damián a otra parroquia; y lo que fue peor, sobrevino la crisis del postconcilio en los años sesenta. Y de la noche a la mañana, al contrario de los usos de Sor Patrocinio, sin preguntarnos nada a nadie, los frailes quitaron el comulgatorio y detrás de eso vinieron muchas más cosas, contrarias a lo que fray Damián me había enseñado.
Gracias a Dios, la Providencia me conectó con el Opus Dei, donde la piedad eucarística se vivía de un modo exquisito, consecuencia de las enseñanzas y de las claras disposiciones de San Josemaría, y volví a comulgar, por supuesto en la boca, y de rodillas en un comulgatorio con un mantel blanco, limpio, planchado, primoroso…, y el que ayudaba a la santa misa acompañaba al sacerdote con una palmatoria y una bandeja para recoger las partículas que se caían. Y se vivían todos estos detalles, porque al fundador del Opus Dei todo le parecía poco para el Señor.
En 1972 tuve la gracia de escuchar al fundador del Opus Dei en una de esas tertulias, con tantas gentes que tuvo en España, que la Santa Misa es la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario, y que él no era presidente de ninguna asamblea, porque en el altar durante la misa actuaba en la persona de Cristo.
Por eso desde entonces, siempre voy a misa para asistir a ese Calvario que se renueva, y no para que me presida alguien a quien yo no he elegido y tampoco para reunirme con nadie, porque entre otras cosas en la parroquia puede haber hasta madridistas, y una cosa es que los del Atleti seamos respetuosos y otra muy distinta es que nos mezclemos con ellos. Además, la comunión de los santos, que es la que de verdad me une con todos los parroquianos, hasta con los madridistas que ya tiene mérito, no tiene nada que ver con movimientos asamblearios, aunque estos se celebren en lugar sagrado.
Javier Paredes
Catedrático emérito de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá