Muchas noticias la pasada semana sobre los casos de corrupción que rodean a Pedro Sánchez y muchas en la semana entrante, pero todas ellas se resumen en el auto de la Audiencia Provincial de Madrid, que, casi sin querer, da en el clavo: Begoña Gómez se "aprovechó de su proximidad" al presidente para "vender favores". Por si no había quedado claro: que Bego ofrecía su influencia como mujer del presidente "a cambio de contraprestaciones de la más diversa índole". Oiga, ¿y esa no es la definición del delito de tráfico de influencias? Y sobre todo: también es algo que entiende cualquiera por muy lego que sea en derecho y que, encima, se superpone sobre una sospecha extendida sobre una mujer empeñada en convertirse en el centro de atención, en lugar conformarse con su papel de esposa del presidente, de la que se espera, antes que cualquier otra cosa, discreción... porque los españoles no han votado a Begoña sino a Pedro. Y si le hubieran elegido a ella... pues entonces la discreción sería exigible a su esposo.
Y cuidado, ahora ya sabemos que el caso Sánchez no acabará en nada. El caso Sánchez (Begoña, Ábalos, Cerdán, García Ortiz) se hincha pero el presidente se enroca: los hechos han dejado de importar, la verdad, también. Si pasa qué importa y si importa qué pasa. Cuando llueve escampa. Se trata de negarlo todo y aguantar mientras se pueda. La verdad que el presidente Sánchez apenas está pagando por el Frente Popular con el que ha colocado a España en estado de guerracivilismo y le ha convertido en el país de la mentira. Pero, el círculo ya cerrado, ahora está reduciendo su diámetro y empieza a asfixiar al inquilino de La Moncloa.