• Aunque es cierto que la libertad es condición imprescindible para la realización personal.
  • Hay una libertad que nadie puede arrebatar al hombre: distinguir entre el bien y el mal.
  • El mundo se ha vuelto triste, peor, agónico. Ese es el principal problema de la humanidad, no lo duden.
  • La felicidad entronca con las bienaventuranzas: no es posible lo uno sin lo otro.
"Ciertamente, todos nosotros queremos vivir felices y en el género humano no hay nadie que de su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada". Las palabras son de San Agustín, el gran pensador cristiano. El hombre no busca la libertad aunque todos los superficiales así lo aseguren: lo que busca es la realización personal. Y es cierto que la libertad es condición imprescindible, pero no deja de ser un medio. Y otra del mismo Agustín de Hipona: "¿Cómo es Señor que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz". Esto es, el segundo elemento: ¿cómo voy a ser feliz si pienso que soy un juguete del destino? Un producto no deseado del universo para el que todo se acaba con la muerte y se diluye en la nada. Sin Dios, la felicidad no es posible, o sería la felicidad de un inconsciente, un autoengaño. Y entonces viene la conclusión del Obispo de Hipona, siempre tan eficaz en sus argumentos: "Haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti". Sin embargo, la felicidad actual más bien se busca en la "fama de prensa", que decía J. H. Newman. Es decir, en la notoriedad, en el ser reconocido por el mundo, incluso antes por la masa de desconocidos que por la minoría de los próximos (los desconocidos molestan mucho). La notoriedad, aseguraba Newman hace 150 años, se conviene en "objeto de verdadera veneración". Y eso que no conocía Internet. Otrosí: la felicidad tiene que ver con las bienaventuranzas. Al revés que los mandamientos, que conllevan prohibiciones, las bienaventuranzas hablan aún más en positivo, aunque son igualmente exigentes. En cualquier caso, como dice el Catecismo de San Juan Pablo II, "las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad". Dicho de otro modo: "descubren la meta final de la existencia humana, el fin último de los actos humanos". Y la primera de todas ellas es la que asegura "bienaventurados los pobres de espíritu". (De espíritu, que es algo mucho más amplio que la pobreza física y que habitualmente describimos como humildad. No en vano la soberbia es el primer pecado capital. Nuestros políticos deberían leer a San Agustín, a Newman y al catecismo. Al menos, podrían marcarse prioridades. El mundo se ha vuelto triste, peor, agónico. Eulogio López eulogio@hispanidad.com