Sr. Director:
Tuve un tío carnal que pregonaba, con cierta efusividad, que un trabajador jamás podía votar a la derecha. Se lo habían inculcado así. Él era votante del PSOE y trabajador de corbata y camisa de listitas. Pero podría ocurrir con quienes votan al PP o a otros partidos clásicos. No conoció la guerra, aunque sus primeros años de vida transitaron por las penurias de la postguerra y los racionamientos. Pero en la niñez, ya se sabe, no se es muy consciente de estos sinsabores que los adultos soportan de mala manera. La infancia de mi tío y su juventud discurrieron por el franquismo, y la madurez y vejez por la España democrática.
Al parecer no le fue mal en su primera etapa franquista; aunque, como siempre pasa -también en la actualidad- se dolía de los abusos e injusticias sociales provocadas por quienes en aquel momento formaban parte de la aristocracia vencedora de la guerra civil. Esos que, por entonces, se sentían protegidos y que antaño lograron sobrevivir a las matanzas del frente popular. Pero, a lo largo de su vejez y hasta la misma muerte, repetía insistentemente que no le gustaba esta sociedad. Ciertos allegados le contagiaron la ideología socialista. Eso, unido a la lectura empedernida del diario el País y la escucha machacona de la Ser, hacía que su capacidad de reflexión no pudiera avanzar más allá de la iluminación que proporcionaba el foco socialista.
Cuando nos encontrábamos le gustaba azuzarme porque sabía que yo era crítico con las ideologías de izquierdas. Y siempre concluía, cuando se veía acorralado por mis argumentos, que un trabajador nunca podía votar a la derecha. El foco de sus dardos dialécticos era invariablemente Aznar. Pero siempre me quedó el sentir de que, aquel hombre que no le fue del todo mal en el franquismo y que se quejaba del devenir de una sociedad que no le gustaba, no era consciente del letargo ideológico al que estaba sometido. Con cierta ingenuidad, manifestaba votar al progresismo socialista sin advertir que, con su actitud, contribuía en el progreso hacia esa sociedad de la que renegaba. Se trataba más bien de un autómata al que, de manera sutil y eficaz, le guiaban la mano para depositar un voto que iba contra los principios que le permitieron crecer y madurar.
Los hombres y mujeres de ésta, la sociedad española, de la que mi tío era un fiel exponente, viven atolondrados, irreflexivos, aturdidos por la manipulación mediática, distraídos ingenuamente por el ocio y la diversión frecuente. Los ciudadanos españoles se comportan como autómatas ante la política, incapaces de dirigir su mano hacia una papeleta distinta de aquella a la que son conducidos. Yo no veo madurez en el pueblo español cuando los argumentos que se ofrecen son inmaduros, superfluos y torpes; como ese que dice: “un trabajador no puede votar nunca a la derecha”. O ese otro de los que dicen: “yo siempre he votado a este partido y no voy a votar a ningún otro”.