Sr. Director:

Qué bonito e idílico suena y hasta qué punto irreal en los tiempos que corren. Parece mentira que lo que hasta hace no mucho era la ilusión de los jóvenes cuando encontraban una persona con quien compartir su vida, después de un noviazgo prudente, se haya convertido prácticamente en una frase un tanto cursi, algo teórico e increíble. Ocurre, desgraciadamente, con demasiada frecuencia.

Es la dificultad que surge cuando interiormente, casi sin darse cuenta, él o ella piensan que “ya si eso…”. Si  las cosas no van bien… lo dejamos. Desde el momento en que al casarse se admite una posibilidad de fracaso, ya las cosas no serán nunca las mismas. Una persona está dispuesta a desvivirse por quien es su esposa o esposo para siempre, sin lugar a dudas. Uno de los problemas más graves que tiene nuestra sociedad es la admisión, como lo más natural, del divorcio. El daño que hace una legislación divorcista es irreparable, lo estamos viendo y viviendo con demasiada frecuencia.

Puede decirse que fuera del matrimonio estrictamente católico es muy difícil encontrar fidelidad hasta la muerte. Esa fidelidad supone un amor muy grande, y para que haya un amor muy grande, debe estar en continuo crecimiento. Lo que no crece disminuye. No nos engañemos, las relaciones no se mantienen en una estabilidad fría sin más. También pueden fallar los matrimonios católicos, pero es porque son no pocos quienes se casan por la Iglesia por el ornato y la imagen.

El problema que nos rodea es la mentalidad extendida y difundida por todos los medios de comunicación de que el divorcio es algo normalísimo. Se habla de ciertos personajes públicos enumerando las parejas sucesivas en su vida. Como lo más natural. Así las cosas en cualquier matrimonio, en la medida en que surge una dificultad, se adivina en el horizonte la opción de ruptura, ruptura que la sufren los dos cada uno según su situación y los hijos si los hay.