Esta semana hemos conocido la lista de las personas más ricas de España. Los periódicos la han publicado, a buen seguro, contra la voluntad de muchos de ellos, pero ha visto la luz porque los directores de los medios son conscientes de que esta noticia tiene audiencia, ya que nuestra sociedad está convencidísima y se cree a pie juntillas el dicho popular del “tanto tienes, tanto vales”, o lo que es lo mismo pero expresado en jerga liberal: porque los ricos son “los capaces”.

El régimen liberal gestado en la Revolución Francesa estableció unos derechos civiles para todos los ciudadanos, pero eso no fue así en cuanto a los derechos políticos. A partir del siglo XIX ya todo había que votarlo, pero no todos podían votar. Ese derecho solo correspondía a “los capaces”.

Se estableció de este modo lo que se conoce como sufragio censitario. La lista de los que podían votar se formaba solo con aquellos ciudadanos que figuraban en el censo de contribuyentes a partir de una determinada renta.

El listón para para poder ingresar en el grupo de los capaces fue variando a lo largo del tiempo. Pero para darnos una idea de los que podían votar en España, hay que tener en cuenta que en la primera etapa del régimen liberal, es decir, durante el reinado de Isabel II (1833-1868), la población española pasó de los doce millones a los dieciséis, en términos redondos.

El censo electoral del 24 de mayo de 1834 lo componían exactamente 16.026 personas, lo equivalía al 0,15% del total de la población. En años posteriores esa cifra aumentó, pero nunca superó la barrera del 2,67% del total de la población española del año 1865, lo que suponía que solo tenían derecho a voto 418.217 personas.

Pues bien, el censo electoral del 24 de mayo de 1834 lo componían exactamente 16.026 personas, lo equivalía al 0,15% del total de la población. En años posteriores esa cifra aumentó, pero nunca superó la barrera del 2,67% del total de la población española del año 1865, lo que suponía que solo tenían derecho a voto 418.217 personas.

Ilustraré con otro dato lo que ideológicamente significaba el establecimiento de la sociedad de los “capaces”. Cuando hacía mi tesis doctoral dediqué diez meses completos a leer durante todas las tardes el Diario de Sesiones de las Cortes de todas las legislaturas  del reinado de Isabel II. Y después hablan de la paciencia benedictina...

En el siglo XIX, la taquigrafía sirvió para que los copistas de las Cortes tomaran nota exacta de los discursos de los diputados. Y además de los discursos, entre los párrafos de los mismos, añadían entre paréntesis todas las reacciones que se producían: aplausos, signos de disgusto, pataleos, el presidente llama al orden, etc. Todo lo que allí pasaba quedaba perfectamente reflejado.

Y sucedió al final de la década de los treinta del siglo XIX que intervino el diputado Calderón Collantes y acabó su intervención adornándose con esta larga revolera: “Porque, Señorías, la pobreza es un signo de estupidez”. Y el copista de las Cortes no anotó nada entre paréntesis, porque no sucedió nada, ya que todos los diputados allí presentes estaban de acuerdo en que la sociedad se dividía en capaces y estúpidos.

Nada de lo escrito hasta aquí es por mi parte una enmienda a la totalidad al dinero, que como medio es una magnífica herramienta. El problema es cuando lo dejamos de considerar un medio, lo convertimos en un fin y nos empieza a encandilar tanto como a cierta persona su peculiar gusto por la tortilla de patatas:

—Doctor, no sé por qué mi familia me ha traído a su consulta…, porque dicen que me gusta la tortilla de patatas…

—Pues eso es muy normal, a mí también me gusta la tortilla de patatas... —le interrumpió el psiquiatra. Y con el rostro iluminado le dijo el paciente:

—Pues cuando quiera, venga a mi casa que tengo armarios y armarios llenos…

El síntoma más claro de que una sociedad ha enloquecido por el dinero consiste en subordinar los principios morales y religiosos a las riquezas. Y la consecuencia inmediata es la descomposición de esa sociedad o de esa institución civil o religiosa, como enseña la leyenda mora de Don Rodrigo, cuya coronación se produjo tal que un día como mañana del año 710. Les cuento la desventura de don Rodrigo:

El último de los reyes godos, Don Rodrigo, fue coronado el 1 de marzo del año 710. Muy poco duró su reinado, pues murió en el mes de julio del año 711 en la batalla de Guadalete, y con él desapareció también la España visigoda. Su viuda Egilona o Egilo, fue hecha prisionera en Mérida por Abd al-Aziz ibn Musa, el hijo de Muza, vencedor de Guadalete, que la tomó como esposa.

Don Rodrigo en Guadalete además de la mujer y de la vida también perdió muchas cosas, tantas que facilitó la invasión y la conquista musulmana de España, cuya dominación duró ocho siglos. Según una leyenda, la causa de esa derrota se atribuye a la traición de Don Julián, conde de Ceuta.

Y es bien sabido, que todos los sistemas políticos, desde el de los visigodos al de las democracias, cuando todo lo confían a la economía, aunque al principio emitan fulgores anclados en la firmeza de los faros de mar, con el tiempo toda su estructura se desvanece como un castillo de naipes

Cuenta dicha leyenda que Don Julián había enviado a su hija Florinda a la corte de Toledo, con el doble fin de ser educada y de paso encontrar un marido entre los nobles. Y resultó que entre varias educandas, Florinda fue la elegida para limpiar la sarna de Don Rodrigo, operación que realizaba con un alfiler de oro.

Y como lo de jugar a médicos, cuando uno no lo es, siempre acaba en lo mismo, lo que en mi proletario barrio de Vallecas llamábamos "hacer guarrerías", y como la sesión clínica de Florinda con don Rodrigo iba a tener consecuencias empíricas a meses vistas, la chica tuvo que comunicar a su padre lo sucedido, pero lo hizo lógicamente en versión Florinda.

Para no levantar sospechas del chivatazo, Florinda envió a su papá una serie de regalos entre los que incluyó un huevo podrido, claro indicio para el conde Don Julián de que su hija había sido violada. A la vista del huevo podrido, el padre interpretó que en el lance su niña no había dado ninguna facilidad, y al punto se presentó en Toledo, regresó a Ceuta con su criatura y se alió con Muza, a quien abrió las puertas de España para vengarse del ultraje de Don Rodrigo.

Naturalmente que cuando la leyenda suena, algo de verdad lleva. Y la venganza de Don Julián contra Don Rodrigo habla a las claras de las habituales y sangrientas luchas entre los clanes visigodos, que se producían cada vez que había un relevo en el trono, ya que la monarquía visigoda era electiva.

Pero también circuló otra leyenda para explicar la derrota de Guadalete, que refleja mucho mejor la realidad de los hechos. Cuentan las crónicas moras que por la noche, después de la gran batalla, se vio al caballo blanco de Don Rodrigo galopando solo por el campo y dando tristes relinchos. Galopaba sin su jinete, dejando a la vista de los pobres, austeros y desarrapados moros la espectacular riqueza de la montura, hecha de seda y oro, y adornada con rubíes y esmeraldas.

En efecto, moría la monarquía visigoda ahogada por el lujo, la riqueza, la molicie, el vicio, la corrupción y el escándalo. Ayuna de principios éticos, todo se había supeditado a criterios e intereses puramente materiales, sin percatarse de que el oro, la seda, los rubíes y las esmeraldas, por carecer de raíces, no pueden sujetar con un mínimo de firmeza a una sociedad, que reduce sus metas al bienestar material.

Y es bien sabido, que todos los sistemas políticos, desde el de los visigodos al de las democracias, cuando todo lo confían a la economía, aunque al principio emitan fulgores anclados en la firmeza de los faros de mar, con el tiempo toda su estructura se desvanece como un castillo de naipes. Y sin duda, esta leyenda mora explica mejor que muchos libros de Historia la razón por la que a los musulmanes les bastó con un par de años para conquistar España, la misma tarea en la que los romanos tuvieron que emplear un par de siglos.

Javier Paredes

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá.