“Con la grande polvareda
perdieron a la verdad
y nunca la echaron menos
hasta los puertos pasar”

Ya me perdonarán que haya cambiado un poquito el famoso romance, y que en el lugar de “don Beltrán”, yo haya puesto “la verdad”. Tampoco he sido el primero en hacerlo, otros más me precedieron, sin ir más lejos Quevedo, mucho más materialista que yo, escribió: “perdimos a Don Dinero”. Pero si en lugar de Don Beltrán ponemos “la verdad”, los versos explican a las mil maravillas la que han montado la Fiscal General del Estado, Dolores Delgado y Baltasar Garzón, para que una jueza argentina juzgue lo que ellos llaman el genocidio de Franco.

España mantuvo la pena de muerte hasta 1978... y la Francia democrática hasta 1981

Lo del genocidio de Franco es una mentira tan burda, que por más que lo repitan millones de veces nunca llegará a ser verdad, porque lo que sucedió durante cuarenta años después de la Guerra Civil no tiene nada que ver con un genocidio, lo que me obliga a explicar este domingo lo que es un genocidio y lo que ocurrió a partir de 1939. La aparición del término “genocidio” es muy reciente. El jurista polaco Raphael Lemkin lo definió por primera vez en su libro El poder del Eje en la Europa ocupada, publicado en los Estados Unidos en 1944. La novedad consiste en que la pertenencia a un determinado grupo, étnico, político o religioso es suficiente motivo para que los genocidas sieguen las vidas de los integrantes de esos grupos.

El Derecho daba así un vuelco o, mejor dicho, una costalada mortal. En nuestra cultura occidental la pena de muerte se aplicó siempre a una persona por haber cometido determinados delitos, juzgados y sentenciados por un tribunal. Así se procedió hasta no hace mucho tiempo, incluso en los países tildados de avanzados, como es el caso de Francia, que durante el mandato de Valéry Giscard d’Estaing, siguió ejecutando reos en la guillotina hasta 1977 y mantuvo la pena de muerte hasta 1981. Por el contrario, en el caso del genocidio ni hay delito personal, ni hay juicio, y el Derecho es desplazado por la arbitrariedad de los verdugos.

El primer genocidio de la historia moderna lo perpetraron los alabados revolucionarios franceses contra  los católicos de La Vendée

Precisamente el primer genocidio de la Edad Contemporánea se produjo en el país vecino durante la Revolución Francesa, como magistralmente ha descrito Alberto Bárcena en su libro La guerra de la Vendé. Una cruzada en la revolución. Un acontecimiento sobre el que se ha echado una capa de silencio, por lo que la lectura de este libro sorprende desde su primera página a la última.

Las cifras de los asesinados por los revolucionarios en el genocidio de la Vendée varían desde los 400.000 estimados por el demógrafo Pierre Chaunu a los 117.000 que ha documentado Reynald Secher en su libro La Vendée-Vengé, que tiene el significativo subtítulo: La génocide franco-français. Los genocidas franceses, envueltos en la bandera de la Liberté, égalité et fraternité, asesinaron según zonas entre 12% y el 20% de los vandeanos, a los que ellos llamaban bandidos. Y entre sus víctimas había mujeres, niños y hasta bebés lactantes.

En el informe oficial que el general Westermann envió a las autoridades de París se puede leer lo siguiente: “Ya no existe La Vendée. Ha muerto bajo nuestro sable libre, con sus mujeres y niños. Acabo de enterrarlos en la marisma de Savenay. He aplastado a los niños bajo los cascos de mis caballos, masacrando a las mujeres que ya no alumbrarán más bandidos. No tengo un prisionero que reprocharme. He exterminado todo. Los caminos están sembrados de cadáveres. Hay tantos que en algunos puntos forman pirámides”.

El modelo de los republicanos españoles fue Lenin, el creador de la Cheka, y su ídolo, José Stalin, dos grandes genocidas

Cien años después, el 7 de diciembre de 1917, Lenin disolvió el Comité Militar Revolucionario, para ser sustituido por la policía política, la Cheka (GPU desde 1922, NKGB desde 1943). A Lenin se debe el diseño, y él fue quien encargó a Dzerhinsky su dirección. Tan solo tres años después de su fundación contaba con 250.000 agentes, con capacidad para ejecutar a un promedio de 1.000 personas al mes, inculpadas solo de delitos políticos, entre los años 1918 y 1919. De acuerdo con uno de los decretos redactados por Lenin su cometido era “la eliminación de la tierra rusa de todos los tipos de insectos dañinos”.

El código de Lenin suprimía el delito personal, para dejar sitio a la eliminación corporativa. Los ejecutados, al decir de Solzhenitsyn, eran considerados como “expersonas” por pertenecer a un determinado grupo o clase, idéntico fundamento jurídico que animó las leyes nazis utilizadas para eliminar a millones de personas, en este caso por pertenecer a un determinado grupo racial. Lenin, por tanto, puede ser considerado como el primer promotor del genocidio en el siglo XX, sin que ello exima de responsabilidad a sus imitadores posteriores en el tiempo.

Años después, los socialistas, los comunistas y los anarquistas españoles que colgaron un gran retrato de Stalin en la puerta de Alcalá, por tener como modelo político el totalitarismo soviético, promovieron un genocidio en la retaguardia, durante la Guerra Civil, aplicando las técnicas de la Cheka soviética, para lo que contaron con la ayuda de destacados chekistas rusos que se desplazaron hasta España, para instruir a los genocidas socialistas, comunistas y a los anarquistas españoles.

El genocidio español de la II Repíblica nació y se alimentó por sectarismo anticatólico

Así como en el genocidio nazi el exterminio de millones de personas se produjo por motivos racistas, en el genocidio promovido por los socialistas, los comunistas y los anarquistas españoles fue su sectarismo antirreligioso la causa de que en nuestra patria y en muy pocos meses, durante la Guerra Civil, tuviera lugar la mayor persecución de la Iglesia Católica de todos los tiempos, superando en número y en crueldad a lo que habían hecho los emperadores romanos en los primeros siglos del cristianismo.

En varios artículos de esta sección he dado cuenta de estos hechos, que los rojos en la zona que ellos ocupaban se llevaron por delante la vida de miles de sacerdotes, religiosos y religiosas, exactamente a uno de cada siete sacerdotes y a uno de cada cinco frailes del total del clero de toda España, la roja y la nacional, además de miles de laicos que murieron solo por el hecho de ser católicos. Entre tantos acontecimientos, el nombre de Paracuellos o el del dirigente Luis Companys han quedado ligados a la Historia más triste y también más gloriosa de la Iglesia, que supo ofrecer entonces a los mártires por millares para nuestro ejemplo, a la hora de vivir y de defender nuestra fe.

A partir de 1939, se ejecutó, previo juicio, a los que habían cometido delitos de sangre durante la guerra

Por dignidad y responsabilidad los historiadores no podemos cerrar los ojos para no ver estos acontecimiento y silenciarlos, máxime cuando desde el Gobierno actual, con el apoyo del PP, se nos quiere imponer una Historia falsa, estrategia de la que es una parte la polvareda, que para esconder la verdad, han montado el exjuez Baltasar Garzón y la fiscal general del Estado, Dolores Delgado, porque si de verdad quisieran investigar y condenar genocidios, tendrían que empezar por llevar a los tribunales lo que hizo el PSOE con miles de católicos durante la Guerra Civil. Lo contrario al Derecho es lo que hicieron los peculiares jueces de las chekas del bando republicano, para los que lo vaginal también formaba parte de su competencia, por lo que lo mismo que dictaban sentencias de muerte, repartían prebendas a sus amigos en las que se podía leer: “Vale por seis porvos con la Lola”.

Vale Lola

Y entonces… ¿Lo de Franco fue un genocidio? Pues no, no lo fue si nos atenemos a lo establecido jurídicamente por el invento del término del jurista polaco Raphael Lemkin. Lo que hizo durante la etapa de Franco fue ejecutar a quienes habían cometido solo delitos de sangre durante la Guerra Civil; en números, un poco más de 14.000 durante todo el franquismo, lo que equivale a la mitad de los 30.000 franceses ejecutados al término de la Segunda Guerra Mundial.

Y aclaremos que entre los 14.000 se incluyen también los juzgados por delitos comunes, porque hasta el año 1948 los atracos a mano armada fueron juzgados por Consejos de Guerra, como así se establecía por la legislación de entonces. Por otra parte, hay que tener en cuenta que los jueces no calificaron de delitos de sangre acciones como la participación en un pelotón de fusilamiento, ni las incursiones durante la Guerra Civil en zona nacional, aunque en el enfrentamiento hubiera habido muertos, porque tales acciones se clasificaron como hechos de guerra.

Los 14.000 ejecutados desde 1939 a 1975 tuvieron un juicio individual. Nada que ver con los asesinatos en la retaguardia de los milicianos socialistas, comunistas y anarquistas.

Se ha querido trasmitir la idea de que Franco no hacía otra cosa en El Pardo que firmar sentencias de muerte. Pero la verdad no es esa. Esos 14.000 ejecutados tuvieron su juicio individual. Y sobre quienes recaía el verdadero peso para decidir la vida o la muerte de los encausados no eran de hecho ni los Consejos de Guerra, ni siquiera Franco, porque el criterio que se imponía a todos ellos era el de los auditores del Cuerpo Jurídico Militar, todos ellos con formación superior en Derecho.

Contaré la manera de proceder. Una vez concluido el juicio, el Consejo de Guerra enviaba su sentencia al auditor jefe de la correspondiente Región Militar, donde se había celebrado el juicio, que hacía un informe sobre dicha sentencia que podía ser positivo o negativo.

A continuación, el auditor jefe de cada una de las regiones militares enviaba a la sección Auditoría y Justicia del Ministerio del Ejército ese expediente, es decir, la sentencia del Consejo de Guerra con su informe. La sección Auditoría y Justicia del Ministerio del Ejército designaba a tres auditores para que estudiaran e informaran el expediente. Todas las sentencias de pena muerte se dictaron solo por delitos de sangre. De los aproximadamente 30.000 juicios celebrados por estos delitos más o menos la mitad de los acusados no fueron ejecutados, bien porque el Consejo de Guerra no les condenó a muerte, bien porque habiéndolos condenado, en instancias superiores fueron indultados.

La absolución del Consejo de Guerra o el indulto posterior en caso de condena, se producían cuando no se consideraba suficiente probada la participación en el delito. Por este motivo los auditores de la sección del Auditoría y Justicia del Ministerio del Ejército estaban capacitados para pedir informes al alcalde de donde era vecino el condenado, a la Guardia Civil o a la Dirección General de Seguridad. Y cuando había alguna duda en la participación del condenado sistemáticamente se aplicaba el principio de in dubio pro reo, como explícitamente así se hacía constar con estas palabras latinas en los expedientes.

Concluido el estudio de los auditores del Ministerio del Ejército, el informe se elevaba al Jefe del Estado, para que diese el enterado. Franco aceptó el juicio de los auditores en la casi totalidad de los casos. Y en las únicas excepciones en las que les llevó la contraria fue en casi todas para indultar al reo. El grupo más favorecido por estos indultos excepcionales de Franco fue el de los mandos del ejército republicano. Y aún dado el enterado Franco en el que aceptaba la sentencia de muerte dictada por los auditores, la pena podía todavía no aplicarse, porque si hasta el momento de la ejecución los auditores recibían una información relevante, dichos auditores tenían competencia para dejar en suspenso la decisión de Franco.

Javier Paredes

Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Alcalá