El domingo asistí a una Primera Comunión en la que los niños cumplieron perfectamente su papel, aunque los padres falláramos en el protocolo.
Esta ceremonia centrada en un Jesús que nos regala su cuerpo y su sangre, se desarrolla muchas veces en una iglesia que más bien parece un teatro. Los familiares, imparables en su locuacidad y afición fotográfica, visten, en no pocos casos, con prendas arrugadas, escotes desmesurados o minifaldas.
Si a un grande de la tierra le dedicáramos solicitud atenta y presentación dignas, con Dios faltan las buenas formas propias de personas civilizadas que visitan su casa de oración. Las comuniones y las bodas corren el peligro de desacralizarse del todo y convertirse en un evento mundano, ajeno a su trascendencia espiritual.
Los sacerdotes tienen un papel imprescindible en señalar el respeto a lo sagrado y a Dios como centro de toda liturgia. El alma prevalece, pero el cuerpo y el porte colaboran para no desmerecer, por encima de modas y apetencias.
María Ferraz