Cada líder político debe luchar contra un sambenito, que, justa o injustamente, partidarios y detractores -sobre todo éstos últimos- le asignan. Felipe González, por ejemplo, tuvo que luchar denodadamente con la primera impresión, más bien fullera, que proporcionaba. Su sinceridad era puesta en duda cada día, insisto, por propios y extraños. Todo un problema -cierto o falso, que esa es otra cuestión- contra el que debió luchar durante sus 13 años de Gobierno. La imagen pública de José María Aznar, era la de la soberbia, la altanería, una especie de obsesión por ganar el premio limón. En el caso de su sucesor, José Luis Rodríguez Zapatero, su brega diaria está clarísima: ZP lucha denodadamente por no parecer lelo. Nadie diría de ZP, por ejemplo, que asusta, a pesar de ser un hombre rencoroso, enlodado en resentimientos eternos, sólo curados por la amnesia. Pero lo sea o no, sus asesores de imagen no deben preocuparse por ello. De hecho, sólo se preocupan porque no parezca el más tonto de la clase.  Su guardia pretoriana ha creado un escudo invisible -bueno, quizás no tanto- para protegerle del ambiente, especialmente de los periodistas, que los hay de dos tipos: los amigos que se equivocan y los enemigos que te masacran. Ya lo he dicho: vivimos en una democracia televisada: nunca como hoy los líderes políticos han estado tan cerca de las cámaras y nunca han estado tan lejos del pueblo. Por ejemplo, cuando el abajo-firmante seguía las campañas electorales, en plena Transición, los periodistas compartíamos muchas horas de charla con los políticos. Y, por cierto, no pagábamos por seguir al líder. Hoy los medios pagan muchos euros por seguir a un líder en campaña, pero lo más probable es que no logre intercambiar dos palabras con él. A los escribanos se les mete en una pecera y siguen el mitin por televisión. El líder se dirige a ellos a través de unos intermediarios, directores de comunicación, a los que, no descubro nada nuevo, les pagan por mentir. Esto no sólo ocurre con los periodistas, sino también con los espectadores. Escuchar y callar, es el lema. Los únicos que pueden acercarse al gran hombre son los cámaras, que filman y no hablan. Toda esta parafernalia ha sido perfectamente resumida por Fernando Moraleda el ínclito secretario de Estado de Comunicación de ZP, cuando les dio la siguiente instrucción a los periodistas: "No podéis dirigiros al presidente, salvo que él se dirija primero a vosotros". Y todavía no ha sido colgado de los pinreles en la Puerta del Sol: ¡Qué cosas! Las pocas veces que el líder se atreve con una rueda de prensa también éstas están amañadas. Existen mil formas. La más primaria: realizar una selección de medios. Como dicen en el Reino Unido, hay que invitar, y mimar, al amaestrado lobby de los periodistas de cámara, aquellos que saben perfectamente qué es lo que hay que preguntar y qué conviene callar. A ellos se les suele conceder el privilegio de la palabra. Además, es muy importante que no haya diálogo, que el periodista no puedan contra-preguntar. La azafata te retira el micrófono en cuanto has terminado de formular la cuestión. Una rueda de prensa actual puede resumirse así: que cada cual pregunte lo que quiera que yo responderé lo que me dé la gana. Y en ocasiones, se llega a algo que roza la censura previa: el ‘lobby' se pone de acuerdo para las preguntas que deben formular, al igual que a la conclusión se ponen de acuerdo sobre los titulares. No es broma, sino desgraciada pero habitualísima práctica. Esto es el aspecto más patético del periodista actual. Que es un esclavo, pero no sabe que lo es.       Lo peor de la democracia televisada es el engaño, la estafa, lo inauténtico. Pero, eso sí, es la única forma de que González aparente sincero, Aznar humilde y Zapatero listo. Eulogio López eulogio@hispanidad.com