La precaución, en teoría, parece una sabia decisión. En la práctica, tiene un coste creciente para las libertades. Y también para la economía. Dos de las constantes por las que siempre se ha movido el ser humano.
Como el Gobierno central se muestra impotente para solucionar los grandes asuntos, tanto dentro como fuera de España, su labor político-administrativa se dedica a los pequeños. Y aquí surge la servidumbre.
Su talante para gobernar está tomando la forma de un engranaje complejo de reglas, mandatos imperativos (Educación para la Ciudadanía, paridad en los consejos, matrimonios homosexuales) y prohibiciones. La generalización de los controles contradice varias libertades públicas fundamentales. Pero eso no le importa.
Nuestro presidente sospecha de la iniciativa privada y de la libertad de elección, en cuanto factor de riesgo, lo que va contra la necesaria respiración que toda sociedad necesita. Obliga a que el empresario se ajuste a sus normas. Los más débiles y pequeños (más del 90 por ciento del tejido empresarial español son pequeñas y medianas empresas), que no pueden asegurar el cumplimiento de todas esas exigencias, son eliminados de la competencia y empujados a cerrar.
"El soberano extiende sus brazos sobre toda la sociedad. Cubre su superficie de una red de pequeñas reglas complicadas, minuciosas y uniformes, a través de las cuales los espíritus más originales y fuertes no sabrían abrirse camino para sobresalir entre la multitud; no quebranta las voluntades, sino que se opone sin cesar a que actúen". Así está escrito en "La democracia en América". Parece que Alexis de Tocqueville pensara en Zapatero cuando redactó estas páginas perdurables.
Clemente Ferrer Roselló
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