Considerando que los medios gubernamentales españoles, especialmente El País y La Sexta, además de El Mundo -que es más de derechas que Franco pero igualmente anticlerical-, han anunciado que el nuevo prepósito general de la Compañía de Jesús, Adolfo Nicolás, es un progresista antivaticano, tuve claro desde el primer momento que no era tal. Ahora bien, tras leer sus primeras declaraciones y entrevistas a lo mejor me llevo el susto de que los comecuras de Janli Cebrián iban bien enfocados. Otro Arrupe, se nos dice. Pues bien, con todo mi respeto al padre Arrupe, fue durante su mandato cuando la Compañía entra en barrena, los buenos se van y crean órdenes, movimientos y asociaciones paralelas, los regulares se van de farra y los peores se quedan dentro para incordiar. El que no hable de crisis de la Compañía puede ser por una de estas dos razones. Porque tiene los ojos cerrados o porque le interesa calificar a la crisis como esplendor del progresismo clerical. Y estos últimos, ya sabemos quiénes son. Recuerden que en el podio de la estupidez, la medalla de bronce se la lleva el obrero de derechas; la de plata, el hombre feminista y la de oro, el cura progre.
¿Por qué los jesuitas provocan tanto interés? Pues muy sencillo: desde los bisnietos de Adán y Eva -no me remontaré más atrás- el principal ataque del mundo contra el Cuerpo Místico ha consistido en tildar a los cristianos de incultos y vulgares, supersticiosos e iletrados. El racionalismo contemporáneo convirtió esa acusación en el vademécum de toda su campaña anticristiana. Ahora bien, los jesuitas eran los listos, los intelectuales, de la Infamia, los que discutían con la pedantería mundana, no ya en régimen de igualdad, sino de clara superioridad. Y es sabido que el mundo puede aceptar a los beatos pero no a los santos, a los píos, pero nunca al intelectual cristiano. De hecho, el mundo siempre coloca a los creyentes en esta tesitura: o culto o cristiano.
En el siglo XX, la era de los movimientos laicales, ha sucedido algo muy parecido con el Opus Dei. La gran formación en ciencias divinas y humanas de sus miembros era y es lo que saca de quicio a los cristófobos, por lo que, tanto jesuitas como miembros de la Obra, han sido distinguidos siempre por el Mundo con su odio más ácido.
Y entonces llega el español Adolfo Nicolás, sucesor de San Ignacio, y nos cuenta que Iglesia y Compañía son como un matrimonio que se hace daño porque se quiere. No hombre, no, señor prepósito, no hay tal ayuntamiento ni tal plano de igualdad: la Compañía es una orden de la Iglesia, y está para obedecer a la Iglesia, es decir al Papa... y a los obispos cuando están en comunión con el Papa. Y si los criterios de los jesuitas discrepan del Papa... pues que cambie la Compañía: "Pecado de adivinos es la rebeldía, crimen de idolatría es la obstinación" (I Samuel 15, 22). En el caso de los jesuitas, la responsabilidad, si cabe, es aún mayor, dado que hay muchas órdenes religiosas, especialmente femeninas, que giran alrededor de la Compañía. Un ejemplo: la Compañía de María, que ha seguido a sus mentores hacia el despeñadero.
No, me temo que bajo el mandato de Nicolás se va a quedar pendiente la revolución necesaria. Al menos la revolución desde arriba.
Digo esto porque hay dos tipos de jesuitas: los que salen en la prensa y los que no. Los primeros se autoproclaman progresías, feministas y alguna tontuna más justo meses antes de abandonar la toga. Otros brillan menos y es posible que nunca aparezcan en los medios.
Ejemplo: el jesuita asturiano José Luis Blanco Vega, un poeta con categoría de clásico, que huye -huía, pues falleció en 2005- de la publicidad como de la peste. Un tipo que escribía cosas como ésta:
Desde que mi voluntad
está a la vuestra rendida,
conozco yo la medida
de la mejor libertad.
Venid, Señor, y tomad
las riendas de mi albedrío;
de vuestra mano me fío
y a vuestra mano me entrego,
que es poco lo que me niego
si yo soy vuestro y vos mío.
A fuerza de amor humano
me abraso en amor divino.
la santidad es camino
que va de mi hacia mi hermano.
Me di sin tender la mano
para cobrar el favor;
me di en salud y en dolor
a todo, y de tal suerte
que me ha encontrado la muerte
sin nada más que el amor.
No, no es de Lope de Vega, es de un jesuita asturiano -asturiano tenía que ser, claro- que seguramente tenía muy claro que lo suyo era obedecer y amar, y que jamás hubiera empleado la poco afortunada metáfora del matrimonio Iglesia-Compañía.
Y cuidado, porque si la revolución continúa pendiente mucho tiempo más, se me antoja imposible.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com