(Mateo 19, 28-30; Mt 20, 1-16 y Ezequiel 18, 21-28).  

De los doce apóstoles, Santiago Zebedeo, hermano mayor de Juan, era el más reflexivo del Grupo. Su madre, Salomé, era la más próxima a mi Señora Miriam.

Caía la noche en aquella aldea cercana a Jerusalén, la gran capital de los judíos. El Maestro dormía en un cobertizo exterior, lo mismo que sus discípulos, bajo el cielo estrellado de la primavera judía.

En el interior, todas las mujeres se habían acostado en la estancia principal, en aquella casa perfectamente equipada, que les había cedido un hombre agradecido por haber sido curado por el Maestro de una cojera de nacimiento.

Todas se habían acostado menos ambas mujeres que todavía fregaban los cacharros. Salomé era una mujer aún joven, que llevaba dos años acompañando a Jesús y a sus discípulos, que lo había abandonado todo para servir al Maestro. Aquel día había sido intenso, y se veía que Salomé quería descargar el costal:

-Miriam, ¿Acaso es una locura lo que he pedido? Todas me miran con resentimiento y  mis hijos, Jacobo y Juan, ni les miran. 

Y es que Salomé, presa de un frenesí de orgullo materno, se había arrodillado ante el Maestro y le había instado:

-Di que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y el otro a tu izquierda.

Miriam sonrió, No había estado presente en la escena pero fue lo primero que le contaron al regresar:

-Quizás podrías haberte conformado con pedir que se sentarán justo detrás, no al lado.

-Tú te burlas Miriam, pero yo estoy sufriendo.

-Está bien Salomé. Al menos puedes sentirte orgullosa de que, tras pedir esa tontería –sí, es una gran tontería- Santiago y Juan respondieran con valentía. Tengo entendido que cuando mi Hijo les preguntó si eran capaces de pasar por lo que él tiene que pasar –y me temo que será muy pronto- ellos respondieron que sí.

-Respondieron que beberían su mismo cáliz –repuso, pensativa, Salomé-: creo que no será fácil ganar el Reino de tu Hijo, Miriam.

Salomé se hubiera quedado más tranquila por el qué dirán si supiera que en ese momento el joven Juan dormía como un lirón y que su hijo, no tas joven, Jacobo, mantenía los ojos abiertos y ni tan siquiera pensaba en el incidente. Su cabeza giraba alrededor de la parábola que el Maestro había contado antes, con su introducción acostumbrada:

-El Reino de los Cielos es semejante a un amo que salió al amanecer a contratar obreros para su viña…

Resultó que había acordado con ellos un denario por un día de trabajo, desde el amanecer a la caída del sol. Santiago, que desde pequeño había llevado las cuentas de su padre, un patrón en su pueblo, convino en que era un precio justo. Al menos, el habitual en Judea y Galilea.

Pero luego, aquel amo del relato vuelve a salir a contratar obreros en la plaza, según costumbre, a las nueve, a las doce y hasta una hora antes del crepúsculo.

Al revés de como le ocurría con otras parábolas del Maestro, con aquel relato tan singular Santiago no había logrado prever el final. Lo cual le fastidiaba un tanto. Precisamente el final, que era lo que le obsesionaba. Aquel patrón ficticio, a quien el Maestro colocaba como modelo de Justicia –estaba claro que se trataba del mismo Dios- había pagado lo mismo, el mismo denario, a los que habían trabajado una hora mal contada que a los que "habían soportado el peso del día y del calor".

Llegó el nuevo día y Santiago comprobó que el Maestro, según costumbre, se había levantado antes para ver amanecer en algún rincón apartado, en oración con su Padre.

Estaban acostumbrados a dormirse cerca de Él y despertarse sin Él.

Pero Santiago era el intelectual del Grupo  y cuando no sabía algo sabía a quién acudir. Entró en la Casa y se encontró con una actividad frenética. No saludó a ninguna de las presentes, ni tan siquiera su madre, Salomé, y se dirigió directamente a mi Señora Miriam:

-Madre –exclamó, consiguiendo así, a un tiempo, la atención de su madre biológica y la de mi señora Miriam, a quien todos los apóstoles habían adoptado sin que nadie les hubiera otorgado aún la condición de hijos-: No estoy de acuerdo con el Maestro. Es injusto pagar lo mismo a quien trabaja una hora que a quien trabaja diez veces más.

Las cinco mujeres presente se le quedaron mirando. Pero Mi Señora Miriam sonrió. Conocía demasiado bien la vehemencia de los dos hermanos, a quien el Maestro había bautizado como los hijos del Trueno, no sin cierta sorna.

-Está claro, Jacobo, no es justo… salvo que no estemos hablando de patronos y obreros sino de Dios y los hombres.

-Pero Dios no puede tratar igual a los desiguales.

-¿Por qué no? ¿Acaso no es todo un regalo del Creador? ¿Acaso hay algo que el hombre, rico o pobre, varón o mujer, tiene algo que no le haya sido entregado por Dios a cambio de nada? Todo es un regalo de mi Hijo, Él puede pagar lo mismo al que ha trabajado el día entero que al que apenas se ha inclinado unos minutos sobre la tierra, pues a ninguno le debe nada. Dime Jacobo: ¿Qué le debe el Creador a la creatura?

Las compañeras de Mi Señora Miriam escuchaban en silencio, un silencio que sólo Santiago se atrevió a romper:

-Pero, entonces, ¿Yo no puedo darle nada a Él?

Mi Señora Miriam miró observó con cariño a aquel joven que no discutía a quien reconocía como superior sino que se adentraba en los razonamientos ajenos e incluso daba un paso más:

-Sí Jacobo puedes darle el arrepentimiento por tus pecados, que tanto le hacen sufrir. Puedes darle la confianza en su Misericordia, porque él jamás desprecia un corazón contrito y humillado. Él es un padre que nos espera con los brazos abiertos. Nos ha creado libres para amarle y eso posibilita que nuestro amor tenga un valor y, además, la capacidad de hacer sonreír al mismísimo Dios. Éste es todo el secreto de la existencia.

-No protesto Madre, pero entonces, ¿es el hombre un ser sin derechos?

-Tiene el derecho que le ha sido otorgado: la libertad de amar a Dios o de amarse a sí mismo. Y sabiendo que tiene un juez justo, antes Padre que juez, que no desea la muerte del pecador sino que se arrepienta y viva, creo que con ese derecho le basta y sobra.

-Ahora comprendo las palabras del profeta Ezequiel: "cuando el justo se aparta de la justicia comete el mal y muere, y ninguna de las obras justas que haya hecho será recordada.

-Y por el contrario… -le animó mi Señora Miriam.

-…cuando el malvado se aparta del mal que ha cometido para practicar el derecho y la justicia, el mismo preserva su vida.

-Muy bien, Jacobo, pero prefiero que recuerdes otra frase de mi hijo: cuando hayas hecho lo que tenías que hacer es el momento de concluir: "siervos inútiles somos, lo que teníamos que hacer, eso hicimos".

-Y además, al final, resulta que todo lo hace Él.

Mi Señora Miriam observó al mozalbete ya no con cariño, sino con dulzura infinita:

-¡Bien, Jacobo! Creo que ahora sí puedes aspirar a sentarte a la derecha de mi Hijo, allá en el Reino. Pero Santiago el Mayor, ahora más mayor que nunca, miró a su madre Salomé, luego a mi Señora Miriam, y aún tuvo tiempo de sonrojarse al recordare el reciente episodio:

Creo que ese puesto te corresponde a ti, Madre Miriam.

-No lo creo –respondió la aludida-: nunca me ha gustado estar sentada. Y ahora márchate. ¿No ves que estamos ocupadas?

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com