Mi primera Carta de hoy me la ha hecho la agencia Zenit (www.zenit.org). Bueno, para ser más exactos me la ha hecho Juan Pablo II, que establece dos mandamientos para los políticos y legisladores: un político no puede aprobar leyes en contra de la vida (desde la concepción hasta la muerta natural) ni contra la familia: un hombre y una mujer abiertos a la vida, que se entregan el uno a la otra y la otra al uno, para siempre.
Es decir, que un político no puede aprobar una ley como la que pretende Mariano Rajoy y el Partido Popular sobre las llamadas uniones civiles, puerta de entrada al matrimonio homosexual, una verdadera contradicción en sus propios términos. Un político cristiano no puede aprobar algo que es "gravemente inmoral".
Y por elevación: el respeto a la vida y a la familia naturales la base de toda justicia social y de todo el orden internacional. Por cierto, uno de esos discursos (cuyos puntos clave exponemos a continuación) fue expuesto ante el nuevo embajador argentino de Néstor Kirchner, un político empeñado en introducir el aborto en la Argentina por la puerta de atrás.
Ahí van las crónicas de Zenit, que no necesitan glosa alguna, salvo un pequeño remoquete: luego no digan que la Iglesia no lo advirtió.
Sin respeto de la vida y del matrimonio no hay progreso; asegura el Papa
«Qué sentido tiene el esfuerzo por mejorar las formas de convivir, si no se garantiza el vivir mismo»
CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 29 febrero 2004 (ZENIT.org).- Juan Pablo II considera que no puede darse auténtico desarrollo, si no se respetan los derechos fundamentales a la vida y de la familia.
Así lo constató este sábado al recibir las cartas credenciales del nuevo embajador de Argentina ante la Santa Sede, el señor Carlos Luis Custer, sindicalista de larga trayectoria, miembro del Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz.
En el discurso que el Papa le entregó insistió en los dos requisitos para «construir una sociedad basada en valores fundamentales e irrenunciables para un orden nacional e internacional digno del ser humano».
«Uno es ciertamente el valor de la vida humana misma, sin el cual no sólo se quebranta el derecho de cada ser humano desde el momento de su concepción hasta su término natural, y que nadie puede arrogarse la facultad de violar, sino que se cercena también el fundamento mismo de toda convivencia humana», comenzó diciendo.
«Cabe preguntarse qué sentido tiene el esfuerzo por mejorar las formas de convivir, si no se garantiza el vivir mismo», confesó.
«Es preciso, pues, que este valor sea custodiado con esmero, atajando prontamente los múltiples intentos de degradar, más o menos veladamente, el bien primordial de la vida convirtiéndolo en mero instrumento para otros fines», siguió diciendo.
El otro pilar de la sociedad, indicó, y por tanto del progreso, es «el matrimonio, unión de hombre y mujer, abierto a la vida, que da lugar a la institución natural de la familia», aclaró.
«Ésta no sólo es anterior a cualquier otro orden más amplio de convivencia humana, sino que lo sustenta, al ser en sí misma un tejido primigenio de relaciones íntimas guiadas por el amor, el apoyo mutuo y la solidaridad», explicó el obispo de Roma.
«Por eso --subrayó en su discurso en castellano-- la familia tiene derechos y deberes propios que ha de ejercer en el ámbito de su propia autonomía».
«Atañe a las legislaciones y a las medidas políticas de sociedades más amplias, según el principio de subsidiaridad, la tarea de garantizar escrupulosamente estos derechos y de ayudar a la familia en sus deberes cuando éstos sobrepasan su capacidad de cumplirlos sólo con sus medios», indicó.
«El legislador --recordó haciendo referencia al magisterio que ha venido ilustrando en este pontificado--, y el legislador católico en particular, no puede contribuir a formular o aprobar leyes contrarias a las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral, expresión de los más elevados valores de la persona humana y procedentes en última instancia de Dios, supremo legislador».
«Es preciso recordar esto en un momento en que no faltan intentos de reducir el matrimonio a mero contrato individual, de características muy diversas a las que son propias del matrimonio y de la familia, y que terminan por degradarla, como si fuera una forma de asociación accesoria dentro del cuerpo social», constató el Papa.
«Por eso --concluyó--, tal vez más que nunca, las autoridades públicas han de proteger y favorecer la familia, núcleo fundamental de la sociedad, en todos sus aspectos, sabiendo que así promueven un desarrollo social justo, estable y prometedor».
Un católico no puede apoyar leyes contra la vida o la familia, asegura el Papa
Valores «procedentes en última instancia de Dios, supremo legislador»
CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 29 febrero 2004 (ZENIT.org).- Juan Pablo II ha recordado que el legislador que se considera católico no puede ofrecer su apoyo a aquellas leyes que atentan contra la vida o el matrimonio.
«Me parece oportuno recordar que el legislador, y el legislador católico en particular, no puede contribuir a formular o aprobar leyes contrarias a las normas primeras y esenciales que regulan la vida moral», afirmó este sábado al recibir al nuevo embajador de Argentina ante la Santa Sede, Carlos Luis Custer.
Estos principios, indicó, son «expresión de los más elevados valores de la persona humana y procedentes en última instancia de Dios, supremo legislador».
Ante todo, exigió de los legisladores cristianos el respeto del «valor de la vida humana misma, sin el cual no sólo se quebranta el derecho de cada ser humano desde el momento de su concepción hasta su término natural, y que nadie puede arrogarse la facultad de violar, sino que se cercena también el fundamento mismo de toda convivencia humana».
El otro «otro pilar de la sociedad» que debe defender todo legislador, añadió, «es el matrimonio, unión de hombre y mujer, abierto a la vida, que da lugar a la institución natural de la familia».
«Ésta no sólo es anterior a cualquier otro orden más amplio de convivencia humana sino que lo sustenta, al ser en sí misma un tejido primigenio de relaciones íntimas guiadas por el amor, el apoyo mutuo y la solidaridad», aclaró.
«Es preciso recordar esto --reconoció claramente el Papa-- en un momento en que no faltan intentos de reducir el matrimonio a mero contrato individual, de características muy diversas a las que son propias del matrimonio y de la familia, y que terminan por degradarla, como si fuera una forma de asociación accesoria dentro del cuerpo social».
El 4 de noviembre de 2000, al celebrarse en Roma el Jubileo de los gobernantes, políticos y parlamentarios, el obispo de Roma reconoció que «en la actual sociedad pluralista, el legislador cristiano se encuentra ciertamente ante concepciones de vida, leyes y peticiones de legalización, que contrastan con la propia conciencia».
«En tales casos, será la prudencia cristiana, que es la virtud propia del político cristiano, la que le indique cómo comportarse para que, por un lado, no desoiga la voz de su conciencia rectamente formada y, por otra, no deje de cumplir su tarea de legislador», explicó.
«Para el cristiano de hoy, no se trata de huir del mundo en el que le ha puesto la llamada de Dios, sino más bien de dar testimonio de su propia fe y de ser coherente con los propios principios, en las circunstancias difíciles y siempre nuevas que caracterizan el ámbito político», propuso.
La Congregación para la Doctrina de la Fe publicó el 31 de julio pasado una Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales en el que aclaraba que todas las leyes que buscan el reconocimiento legal de las uniones del mismo sexo constituyen un acto «gravemente inmoral» y no pueden recibir el voto de los políticos católicos.
En enero de 2003, el mismo organismo de la Santa Sede publicó una Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política en la que se recuerda que el respeto de la persona humana es el «principio sobre el que los católicos no pueden admitir componendas, pues de lo contrario se menoscabaría el testimonio de la fe cristiana en el mundo y la unidad y coherencia interior de los mismos fieles».
Eulogio López