Quizás no se ha entendido bien el porqué de la postura episcopal contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía, en especial su oposición frontal. Se comprende bien que los contenidos de dicha asignatura, por ejemplo, la homologación social de la homosexualidad, repugnen a cualquier amigo de la Iglesia, del sentido común y hasta de la higiene mental.

Pero el asunto no acaba ahí. Hay al menos otras dos cuestiones –las dos de fuero, que no de huevo- que, con toda razón, ponen nerviosos a los obispos. La primera es la supresión del derecho a la objeción de conciencia de los padres. Ya se sabe que la progresía odia la libertad tanto como la predica, por lo que odia la objeción. Ahora bien, el problema es que la objeción de conciencia no es un derecho humano, sino todo derecho en su punto de prueba. En definitiva, si no se puede objetar contra una ley que repugna a la conciencia particular, entonces no hay libertad de conciencia, y si no hay libertad de conciencia, simplemente no hay libertad. Y esto sirve para Educación para la Ciudadanía, para el aborto, para el derecho a la libertad religiosa, a la propiedad privada, a la expresión… o a cualquier otro. El eslogan sería: si te tragas tu conciencia, entonces te tragas tu libertad.

Segunda cuestión, de lo particular a lo general: independientemente de que el Gobierno Zapatero –perdón, el Estado- pretenda hacer jóvenes uniformemente progresistas, es decir, lavarle el cerebro a los niños con lo que llaman virtudes ciudadanas. No, no sólo importa el fuero, sino el huevo. La historia del siglo XX es la historia de la intromisión del Estado en la intimidad de la persona, y buena parte de la intimidad del ser humano es su familia. Cada día contemplamos cómo, en nombre de la salud o de la seguridad de los niños, los tribunales, es decir, el Estado, retira patrias potestades, separa niños de padres –no digo que no haya que llegar a estas medidas radicales en ocasiones, pero hay que pensárselo tres veces-, rompe compromisos matrimoniales como quien rompe caramelos -con consentimiento o no de los dos comprometidos- y todo ello con un poder muy superior y más nocivo que el de cualquier Iglesia, influencia o doctrina: con el poder coercitivo que otorga el Boletín Oficial de Estado. Tiene gracia la moda de "apostatar" que les han entrado a algunos. Apostatar de Cristo es una decisión interna, intransferible. Sin embargo, yo no puedo apostatar de mi condición de ciudadano: si lo hiciera, jueces, fiscales, policías y, lo que es más terrible, inspectores de Hacienda caerían sobre mí y me dejarían en cueros y en prisión. Si no cumplo con mi conciencia o con mi Iglesia, nadie va a venir a detenerme, pero si no cumplo con el Estado, mi futuro se vuelve negro. Y eso que el Estado me pide mucho más que Iglesia alguna. En definitiva, vivimos una auténtica invasión de la persona y la familia por parte de los poderes públicos. Ojo, el hombre sólo es libre en su hogar.

Con Educación para la Ciudadanía ocurre lo mismo: el Estado quiere ser quien eduque a los niños, y el Estado tiene un problema para cumplir tal función: ni sabe ni quiere. Los padres educan a sus hijos porque les quieren, los profesores, como mucho, pueden llegar a instruir a los alumnos a cambio de un salario. Los padres, mal que bien, forman para la libertad y la felicidad, el profesor, en el mejor de los casos, para lograr una inserción en el mundo laboral.

Objeción de conciencia e intimidad familiar frente al Estado: dos principios que habría que salvaguardar, aunque el programa de Educación para la Ciudadanía hubiese sido redactado por el mismísimo Platón.

Eulogio López