Ahora que tanto se habla de laicismo, de laicidad, e incluso de ‘padres laicos' (una de las locuciones favoritas de El País, imagino que para distinguirlos de los curas-padres) conviene aclarar una de las confusiones más habituales: que el ateísmo, hoy llamado agnosticismo, es un estado inocente de la persona. A nadie, dirían el 99% de los hombres de hoy, incluidos los católicos, se le puede condenar si no es creyente. Él no tiene culpa de no creer en Dios, de no confiar en Cristo. La culpa la tendrá Dios, que no le ha dado la fe.

 

Pues bien, los Evangelios niegan de forma categórica tan extendida convicción. La popular idea contradice la Escritura una y otra vez, Si en algo hace hincapié Cristo es en que quien no cree ya está juzgado –es decir, condenado-. En tiempo pascual la liturgia recuerda este principio con machacona insistencia, aunque no hay peor sordo que el que no quiere oír. Por ejemplo, el miércoles 18 de abril se leía el capítulo 3 (versículos 16 y ss) del Evangelio de San Juan. Ahí va: "El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo y lo hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo el que obra perversamente detesta la luz no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras".

Por si no había quedado claro, el jueves 19, la liturgia vuelve al capítulo 3 de San Juan (ahora versículos 31-36): "El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea en al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él".

Similares afirmaciones se encuentran en los sinópticos, especialmente en los relatos posteriores a la resurrección, y hasta la Ascensión, Por ejemplo, el pasado domingo, los Hechos de los apóstoles incidían, esta vez no en boca de Jesucristo, sino de San Pedro, en la misma idea, aunque con otra conclusión, por lo demás inferencia lógica de las anteriores (Hechos, cap. 5, 27 y ss: "Testigos de esto (de la necesidad de evangelizar) somos nosotros y el Espíritu santo, que Dios da a los que le obedecen". Al parecer, el Espíritu Santo otorga la fe a quienes le obedecen, y a quienes no aman las tinieblas, sino la luz. Es más, el ateo lo es porque "huye de la luz".

En definitiva, que Dios no niega la fe ni la gracia del Espíritu Santo salvo a aquellos que en verdad no la desean, aunque digan lo contrario, porque aman más las obras de las tinieblas que las de la luz. Por decirlo de otra forma, sus pecados les impiden ver la luz y, más que verla, les impiden aceptarla.

A partir de aquí se puede negar el Evangelio pero lo que no se puede alegar es ignorancia (precisamente, ese es el significado etimológico de agnosticismo: ignorancia): el ateísmo es culpable y el ateo ya está condenado.

Si resulta muy duro sólo hay que ver las mismas declaraciones en positivo: el Espíritu nunca niega su gracia al que quiere creer.

Eulogio López