Entro en una parroquia de mi pueblo natal, Oviedo, donde se promete una "celebración comunitaria de la penitencia", coincidiendo con la única misa diaria. Estas confesiones comunitarias han resultado durante las dos últimas décadas algo muy parecido a los ministros de Hacienda: nunca ayudan pero pueden fastidiar muchísimo. Como buen sacerdote progresista, el titular del templo quien al fin ha conseguido reunir un buen número de celebrantes, procede a lo que sería una especie de examen de conciencia colectivo. No se lo van a creer peor el concepto más citado fue el de solidaridad, y no lo duden: todos los allí presentes fuimos muy conscientes de que éramos muy poco solidarios.

La cosa continuaba, y el examen se dilataba. Servidor esperaba que tras tan amplio examen de conciencia se pasaría al dolor de los pecados y el propósito de la enmienda y, perdidos en mis atavismos, aún sospechaba que luego llegaría el momento de decirles los pecados la confesor y finalmente, la penitencia. Pero el mundo es muy cambiante, así que el oficiante enlazó con el ofertorio, la consagración y la comunión: Está claro, Eulogio -le dije-, se trataba de una fórmula, un poco larga, pero muy motivadora, incluida en la eucaristía. Y, en efecto, la cosa prosiguió, se repartió la comunión y justo en el momento de la despedida llegó aquello: el oficiante advirtió que en tres lugares distintos del pequeño templo, los tres sacerdotes se pondrían a confesar, propiamente dicho. Esto es, la carreta antes de los bueyes: primero se consume el Cuerpo de Cristo y luego se confiesa. Siempre he dicho que el pensamiento progresista es pensamiento invertido, es decir, que invierte el orden de los factores.

Sigo pensando, como Chesterton, que la prueba evidente de que la Iglesia católica es la única verdadera es que ha sobrevivido veinte siglos a la caída de imperios, culturas y civilizaciones, con unos ministros que dicen-hacen un sinfín de tonterías. Ni ellos mismos han conseguido destruir la obra de Dios.

Ahora bien, no estaría de más que, por aquello de no complicarle la tarea del Espíritu Santo más de lo necesario, volvamos a las tres reglas básicas de la liturgia: confesión, comunión y adoración.

Confesar hoy en España es tarea difícil, que tantas veces exige reñir con el ministro. No me extraña que los presbíteros intenten escaquearse: el confesionario, lejos del morbo que algunos le atribuyen, es un verdadero potro de tortura que pone a prueba no sólo la fe del ministro, sino su sanidad mental.

La segunda es la eucaristía. La tendencia es a reducir eucaristías, fenómeno para el que existen un montón de excusas y ninguna razón lógica. Lo lógico es aumentar el número de celebraciones.

La tercera es la adoración, la exposición del Santísimo. Aquellas escasísimas parroquias que han optado por una exposición perpetua, 24 horas la día, 365 días al año, sencillamente se han trasformado. Y las que han optado por exponer al Santísimo en la Custodia han podido comprobar milagros, milagros de conversión inimaginables. Cuesta organizar una adoración perpetua, a ser posible de 24 horas al día 365 días al año, especialmente en época de Cristofobia pero merece la pena. Los resultados son... milagrosos.

Eulogio López

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