El bárbaro simplemente se preocupara por tener hijos, y eso ya es algo muy grande, pero luego no se ocupará de ellos. Por el contrario, el bárbaro civilizado simplemente se decidirá por no tener ningún hijo para no tener que ocuparse de él.

Lo del bárbaro está bien, porque a fin de cuentas una sociedad sin hijos es una sociedad muerta… en el sentido más primario, más primigenio y más literal del término.

Ahora bien, lo del civilizado no bárbaro es amar la vida, tener cuántos más hijos mejor… y cuidar de ellos. Lo del bárbaro civilizado consiste en algo peor: en matar a nuestros propios hijos antes de que nazcan.

En 1913 se producía el primer amago sobre la Ley de Eugenesia. No en la comunista Rusia ni en la Alemania nazi, que por aquel entonces sólo estaban en gestación. No, en la democrática Gran Bretaña. Una ley que no era abortera ni embrionicida, porque las técnicas homicidas eran más rudimentarias que las actuales, pero ya portaban todo el viscoso lodo de todos los infanticidios. La eugenesia puede definirse así: odio a la debilidad. El niño es maravilloso  pero es débil. El bárbaro civilizado no le soporta porque es débil.

Todo el mercado -que no cultura- de la muerte se apoya en eso: en el odio al débil y en la ignorancia de que el frágil puede vencer al fuerte. De hecho, le suele vencer 9 de cada 10 veces a lo largo de la historia humana.

En 2013 se cumple el centésimo aniversario de la ley británica de la eugenesia. Triste centenario porque fue cuando Occidente introdujo la ligeramente molesta -o sea, execrable- figura del odio al débil. No era una ley abortera, insisto, era una norma que trataba de impedir que pobres, impedidos o poco inteligentes -¿Cómo se mide la inteligencia-  pudieran tener hijos, no fuera  ser que la civilizada sociedad del todavía imperio británico tuviera que cuidar de tales excrecencias. Se prohibía a los pobres tener hijos o se los arrebataban para ingresarlos en entidades públicas, esas entidades que prefiguraban los campos de internamiento nazis o el gulag soviético. Figuraban, sobre todo, al señor Mao Tse Tung, el mayor carnicero de la historia, y su política, aún vigente, del hijo único y del abandono y/o sacrificio de niñas, retrasados y desnutridos varios.

Todas las leyes antivida de este siglo 1913-2013, han partido de aquel desdichado proyecto británico de ley que, apenas triunfante (a Dios gracias, la antropología cristiana seguía teniendo su influencia en aquella Inglaterra postvictoriana), ha llevado a la muy civilizada barbarie china y de todo Occidente. Por eso China nunca llegará a primera potencia mundial: le falta clemencia y le faltan jóvenes, se ha convertido en una sociedad de viejos.

El conservador Winston Churchill manchó su currículum político con su apoyo a la miserable norma de 1913, ahora centenaria, y Gilbert Chesterton escribió tanto con ella que se acaba de editar en castellano, un libro que recoge sus continuos alegatos contra la ley infame. Se lo recomiendo, porque resume todo este siglo de odio a la debilidad, justo lo contrario de la misericordia de Dios con el hombre, que es la clave de la civilización cristiana.

Tras un siglo negro (1913-2013), ahora hay que volver a la misericordia, que es lo que nos hace fuertes. 

Eulogio López
eulogio@hispanidad.com