El Gobierno de Brasilia elude el aborto y la homofobia o la corrupción como asunto a tratar con el Papa

Antes de la visita de Benedicto XVI a Brasil, el presidente Lula de Silva, cada vez menos de izquierda, cada día más progre, se ha adelantado a marcar territorio respecto al Pontífice. Así, el Gobierno considera, es decir, impone, que Lula y el Pontífice hablarán del hambre en el mundo, la resolución de los conflictos por medios pacíficos y la lucha contra la pobreza. Seguramente el Pontífice no tendrá el menor problema en tratar los tres asuntos aunque la paz en el mundo sea un tema diplomático muy socorrido en los concursos de belleza y los otros dos, la solución del hambre y la pobreza en el mundo, resulten una tarea quizás demasiado amplia –aunque muy elogiable, sin duda- para un país como el Vaticano, que cuenta con una población de 921 habitantes, una superficie de 0,44 kilómetros cuadrados, un Producto Interior Bruto que las agencias internacionales se niegan a computar porque tienen otras cuestiones más importantes en las que ocupar su tiempo y un presupuesto de 245 millones de dólares.

Y es que el Papa tiene poco poder y mucha influencia. Pero la influencia, por su propia naturaleza, es una realidad espiritual. Con consecuencias muy materiales y concretas, ciertamente, pero espiritual: no se puede ver y es muy difícil de medir.

Casualmente, el Gobierno brasileño, faltando a todos los hábitos diplomáticos, acaba de hacer público ese calendario, quizás para evitar que el Pontífice saque algunos otros temas, como: el aborto que Lula ha introducido en Brasil, la ley contra la homofobia, que en su última redacción imponía la mordaza a todo aquel que se atreva a criticar la homosexualidad, o un asunto asimismo muy espiritual y moral: la corrupción que ha rodeado a Lula desde el mismo día en que accedió al poder, y que ha provocado una riada de dimisiones en su Gobierno y en el partido de los trabajadores que lo sustenta. Porque la corrupción es una realidad de lo más moral.

Pero no figura en la agenda.