"El mundo antiguo había abierto de par en par las puertas de su Panteón. Dios tras dios las franquearon en triunfo, con las insignias desplegadas y la música al frente, y fueron a sentarse según su rango, para recibir su cuota de víctimas, de rosas y de perfumes. Dioses de Europa primero, después de Asia y de África; dioses, no de los griegos, sino de los bárbaros. Ante sus tronos dorados humeaba un igual incienso y el agradable olor de los mismos holocaustos, y el pagano que los coronaba de flores se felicitaba a sí mismo de esta amplitud de espíritu, de esta tolerancia, que le hacía celebrar al dios de los otros igual que al suyo. Atestiguaba una laudable libertad de pensamiento al instalar en sus altares domésticos y municipales un Dionisos, embadurnado aún con el mosto otoñal o un fauno rústico desembocado en el fondo de una cañada. Ahora bien, las ideas pierden en altura lo que en anchura ganan. El antiguo, pasado de moda, que se entregaba ferozmente al culto de un solo nombre y de una sola estatua, podía pasar por un conservador obtuso, refractario al progreso de las luces. Este oscurantista, sin embargo, adelantaba las conclusiones de nuestros filósofos, incluso de nuestros sabios. El reaccionario, una vez más, se reveló como profeta"
No, esta definición del mundo moderno es demasiado buena, demasiado certera y demasiado brillante para ser mía. Pertenece a Chesterton (el Hombre Eterno), naturalmente, y nos viene a recordar que si tolerancia significa que todas las ideas, al igual que todos los dioses del Panteón, valen lo mismo, entonces ninguna vale nada, ni tampoco la tolerancia tiene valor alguno.
Y el mensaje es muy actual, no se crean. Por ejemplo, el mester de progresía se ha lanzado al cuello de la esposa de Aznar, a la que considera una peligrosa conservadora. O sea, como el chiste: ¡Ojalá, hijo, ojalá!
Verbigracia, el inefable Vicente Verdú, uno de la paladines "serbios", es decir, del grupo Polanco, escribe en El País lo siguiente: "Porque si algo nocivo se vislumbra en el pensamiento de Ana Botella son sus factores duros, sólidos o firmes, y de lo que se trata hoy es de virar hacia la plasticidad, la ternura y la liquidez (al parecer, sobre todo la liquidez, primer mandamiento del intermediario bursátil)". Reconozco que la metáfora de la liquidez me ha llegado al alma.
Vamos, que lo que Verdú está describiendo es al hombre-gelatina o la humanidad-maleable, plástica, tierna (¿no será cursi?) y muy líquida, como los mercados financieros. Y en algo tiene razón: es lo que se lleva. Una sociedad maleable, sin principios sólidos, ni actitudes firmes, no tiene por qué ser dura, para defenderlos, es carne de cañón para el tirano. Un ejemplo, aunque hay muchos: tanto fascismo como comunismo han pregonado la más amplia libertad sexual, porque un pueblo abandonado a sus instintos también está abandonado a sus mandatarios.
Sí, Verdú acierta en lo que se lleva, sólo que lo que es no es lo que debe ser. La tolerancia no puede ser pensamiento y sentimiento acomodaticio a cualquier chorrada, porque entonces la ternura se convierte en liquidez. Si ninguna idea, como los dioses del panteón, vale un pimiento, entonces tampoco las personas valen un pimiento, y lo que importa es el dinero, lo que cada cual aporta a la familia, la empresa y el Estado, en términos monetarios.
Y les aseguro que es así: las páginas de Economía del El País son de un capitalismo feroz. Sólo en las de sociedad, ya saben, al hablar de aborto y esas cosas, se vuelven fluidos y líquidos... y nada tiernos. O sea, son un periódico gelatina.
Eulogio López