Ya hemos advertido que los dos temas más preocupantes del majadero (al menos, por alguno de sus organizadores) Sínodo de la Amazonía eran los sacramentales y la ordenación de casados.

Por lo primero se entiende el sacrilegio -sic- consistente introducir ritos indígenas en la liturgia cristiana, con el objetivo último que ya describiera el Apocalipsis: la adoración de la bestia, también conocido en otros ámbitos malignos como la Nueva Eucaristía.

En definitiva, un ataque en toda regla contra la transustanciación. Respecto al celibato… como resulta que hay pocas vocaciones y faltan curas en el Amazonas que los casados hagan de curas y, que por el mismo precio, introduzcamos a las sacerdotisas y acabemos con el celibato.

Los sínodos no hacen otra cosa que contribuir a la confusión

Pues bien, en principio, y por lo que respecta al celibato, fuese y no hubo nada. Un comunicado de la Santa Sede aclara que lo que el Sínodo ha tratado es del fomento de las vacaciones sacerdotales en el área amazónica.

Estupendo, ahora bien, ¿por qué se empezó por ahí? ¿Por qué Francisco, al igual que ocurriera en el Sínodo de la Familia, ha tenido que salir al paso recordando, por teoría o por práctica, que los sínodos no mandan en la Iglesia que el que manda es el Papa?

Dice el padre Santiago Martín que el primer mandamiento de Francisco consiste en que el tiempo importa más que el espacio. Es decir, en dejar que los ríos fluyan, no se desborden… y terminen en el mar.

Pero también hay otras posibilidades: por ejemplo, menos sínodos. Más que nada porque contribuyen a la confusión.

Mala cosa la confusión.