Los tiempos de decadencia y modernidad nos hacen creer -o más bien, nos engañan- con la ilusión de que vivimos una gran época, aunque los hechos muestren un mundo retorcido, enfrentado y en deriva hacia la pobreza de muchos y la riqueza de una minoría ínfima. Las aplicaciones progresistas en la política y en lo social -es decir, la socialdemocracia de género- nos pervierten, en el sentido de que hemos extraviado la orientación de nuestro ser.
Pero esto no es nuevo. Es difícil encontrar algo que no se haya repetido a lo largo de la historia de la humanidad. Sucede así porque el denominador común -el ser humano- sigue siendo el mismo, con las mismas debilidades y virtudes desde hace decenas de miles de años. Por eso las ideas vuelven y regresan, aunque adaptadas, mimetizadas con los tiempos.
Antes, el teocentrismo cultural nos obligaba a pasar por Dios para comprender todo aquello que nos envolvía, tanto en lo cotidiano como en lo extraordinario. Sin embargo, desde el siglo XVIII, con la Revolución, los signos de los tiempos cambiaron: el hombre sustituyó a Dios. Se creyó que habían llegado los tiempos modernos, que la humanidad alcanzaba la mayoría de edad, que podríamos organizarnos solos. Y tanto que nos organizaron, haciendo fila india hacia la guillotina al grito de libertad. Desde entonces, los sacerdotes fueron sustituidos por los filósofos.
Hoy, más maduros todavía -si cabe-, el hombre ha sido sustituido por las tecnologías. Cada día que pasa, el hombre y la mujer valemos menos como entes insustituibles en el orden natural de las cosas, porque las máquinas hacen por nosotros lo que antes exigía reflexión, esfuerzo y conciencia. Nuestro poder cognitivo está en caída libre, y nuestros conocimientos, frente a lo que una máquina puede resolver en segundos, son “low cost”. Las ideologías dominan el pensamiento y las tecnologías nos controlan. Dios y nuestra capacidad trascendente ya no cuentan. Las ideas progresistas desnudan el alma, anulan nuestro poder creedor y, por tanto, anulan nuestra libertad personal de conciencia.
Joseph Salmon, otro revolucionario del movimiento, defendía que el mundo debía sumergirse en la locura para hallar su verdadero equilibrio. Y en esto estamos, Occidente es un bastión de locos que exigen que todos seamos igual de locos para que todo parezca que es normal
En la Inglaterra anglicana, puritana, baptista y calvinista del siglo XVII, apareció un movimiento llamado Ranter (los “declamadores”). Eran revolucionarios que hoy serían catalogados como anarquistas, aunque entonces tal concepto aún no existía. Su filosofía se basaba en el antinomianismo: la idea de que la salvación era un don universal de Dios, lo cual los colocaba -según ellos- más allá del bien y del mal.
Para ellos, las reglas, las leyes y, por supuesto, la moral, carecían de valor. El pecado no existía; de hecho, pecar era su forma de demostrar que estaban realmente libres de pecado. Su causa era la igualdad, y la llevaron al extremo más provocador: rechazaban la propiedad privada, el matrimonio, la monogamia, el pudor y las estructuras familiares tradicionales. Practicaban una libertad sexual radical, con relaciones tanto heterosexuales como homosexuales, convencidos de que el amor debía ser tan libre como la posesión de los bienes. Joseph Salmon, otro revolucionario del movimiento, defendía que el mundo debía sumergirse en la locura para hallar su verdadero equilibrio. Y en esto estamos, Occidente es un bastión de locos que exigen que todos seamos igual de locos para que todo parezca que es normal.
En fin, quien no vea el paralelismo entre aquellos iluminados -herederos del disparate luterano- y los tiempos que vivimos hoy, que apague la luz al salir. La diferencia es que hoy es global, financiado por instituciones intergubernamentales, legislado por los gobiernos y propagado por los medios de comunicación. Y las víctimas, las de siempre: los ciudadanos que, si no pasan por el aro legal -e inmoral-, son cancelados o enjuiciados. La libertad individual del disidente es tratada como un peligro a eliminar.
Es cierto que las señales de los tiempos son claras: esta decadencia global y los crecientes enfrentamientos geopolíticos marcan un fin de era. Nos han tocado tiempos recios -como diría Santa Teresa de Jesús-, y hay que vivirlos con entereza… y con esperanza.
La sociedad de cultura cristiana, en concreto católica, conserva numerosos resortes que la hacen resiliente. Contamos con tradiciones y costumbres profundamente enraizadas en nuestros pueblos, que son fuertes porque cientos de generaciones las han consolidado con sus vidas. Precisamente por eso, los progresistas atacan con virulencia todo lo que configura nuestra identidad.
Para terminar, nada mejor que acudir a fuentes fiables. Benedicto XVI, en su encíclica Spe Salvi (2007), nos deja una de las citas más hermosas sobre la esperanza, en la que podemos reconocernos todos:
«“Redimidos en la esperanza” quiere decir en efecto: no hemos sido salvados solamente en el sentido de que nuestra alma, después de la muerte, puede ser acogida en una vida eterna feliz. La salvación no es sólo una realidad que esperamos, sino que nos ha sido ya dada. […] El que tiene esperanza, vive de un modo distinto; le ha sido dada una vida nueva.»
Ideologías (Deusto) Antonella Marty. En tiempos de polarización y confusión ideológica, este libro ofrece una guía clara y accesible para entender las principales corrientes políticas actuales. Antonella Marty traza una panorámica ordenada del pensamiento político contemporáneo, ayudando al lector a orientarse en un panorama intelectual cada vez más complejo. Una obra útil para desarrollar pensamiento crítico, comprender mejor las distintas posturas y reflexionar sobre las ideas que moldean el debate público.
Esperanza (Sekotia) Fernando de Haro. Magnífico ensayo del autor en formato narrativo que reflexiona sobre la cultura occidental desde la esperanza cristiana, alejándose del pesimismo y del optimismo ingenuo. A través del diálogo entre Juana y sus amigos, Fernando de Haro ofrece una mirada luminosa que transforma los desafíos cotidianos en oportunidades para redescubrir el sentido del presente. La esperanza, más que una ilusión futura, se revela como una experiencia viva que nace del encuentro, la belleza y el misterio de lo real.
La sociedad digital (Alianza Edit.) Manuel Castells. Este libro esencial documenta la configuración de la sociedad digital en todo el mundo y examina sus consecuencias sociales, económicas, políticas y culturales. A partir de la investigación académica y del análisis empírico más rigurosos y actualizados, Manuel Castells explora el profundo impacto que la tecnología y la transformación digital siguen teniendo en nuestro mundo.