Un colega periodista me pregunta por qué hablo tanto de Eucaristía y de algunas cuestiones “menores”, como la de la comulgar en la mano o en la boca. Mucho me temo que no di con la respuesta adecuada pero recuerden mi condición periodística, así que solté mi porqué: “Porque de la Eucaristía depende el mundo”. No dije el planeta, tan bajo no he caído aún, pero supongo que no fue una respuesta clarividente. Aún así, la mantendré.

La Eucaristía ha constituido el termómetro de los últimos cuatro papas -excluyo a esa incógnita que fue Juan Pablo I y sé que no debería- para calibrar el estado de la Iglesia y por tanto, el estado del mundo.

La cosa empezó con Pablo VI, en 1965, aún inconcluso el Concilio Vaticano II:

Hay algunos que divulgan ciertas opiniones acerca de las misas privadas, de la Transustanciación y del culto eucarístico, que turban las almas de los fieles, engendrándoles no poca confusión en verdades de la fe”.

Repito: estas palabras no corresponden a un discurso papal de anteayer, sino a la encíclica Mysterium Fidei, publicada en mayo de 1965 por Pablo VI, cuando aún no había terminado el Concilio Vaticano II, clausurado el 8 de diciembre de ese mismo año.

Para despejar cualquier duda, el subtítulo del texto de Pablo VI, el hombre que en la Humanae Vitae negó el pasó a la anticoncepción, rezaba así: “Sobre la doctrina y Culto de la Sagrada Eucaristía”. 

La comunión en la mano, los reclinatorios en el desván, los sagrarios ocultos en el último rincón del templo, la liturgia de la consagración con todo el mundo de pie… En definitiva, la “urbanidad de la piedad” en su punto más bajo

En 2003, 38 años después, Juan Pablo II resume todas sus advertencias sobre el horror de la desacralización de la Eucaristía en Ecclesia de Eucharistia, cuyo inicio ya lo dice todo: “La iglesia vive de la Eucaristía”. Arremete el canonizado Wojtyla contra la falta de respeto a la transustanciación.

En 2007, 42 años más tarde de Pablo VI, cuatro años después de San Juan Pablo II, su sucesor, Benedicto XVI, en la exhortación apostólica Sacramentum Caritatis, recuerda que el futuro de la Iglesia se decide en la Eucaristía y suplica al clero y a los fieles que recuperen el “sentido eucarístico”. Vamos, que crean, que confíen, que sepan, que en el pan consagrado se encuentra el Cuerpo de Cristo, el mismísimo Dios, Creador y Padre.

Por cierto que Sacramentum Caritaris no deja de ser la misma encíclica, donde Ratzinger une mundo y claustro, religión y política, si lo prefieren, y consagra los cuatro “principios no negociables” para una católico en política, tanto para electores como para elegidos: vida, familia, libertad de enseñanza y bien común.

Es el mismo documento donde Benedicto XVI deja claro que un político católico está obligado a defender, entre otras cosas, la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, así como la única familia, natural, que existe, la formada por hombre y mujer y abierta a la vida. Y no, la imbricación entre la eucaristía y los cuatro principios no negociables no es baladí.

¿Y Francisco? El Papa Francisco, en su línea de vivir al borde del abismo, quizás porque esa es su función en el plan divino, continúa en la misma línea de defensa de la Eucaristía. Recuerden cuando, con motivo del Sínodo sobre la Amazonía, donde tantos majaderos y algún que otro miserable quería convertir la misa en una asamblea de fieles sin referencia alguna al Sagrario, el Papa Francisco aclaró las cosas con el documento final y definitivo de la magna asamblea amazónica, con un texto en la que asegura algo muy parecido a san Juan Pablo II, al que los progres pretendían enfrentarle: “La Eucaristía hace la Iglesia”. Y por si no había quedado claro, añade: “no se edifica ninguna comunidad cristiana si esta no tiene su raíz y centro en la celebración de la sagrada Eucaristía”. Y ojo: el sujeto agente de la Eucaristía es el sacerdote y nada más que el sacerdote, con su manos consagradas.

Cuatro papas con una misma preocupación: que la Eucaristía no se desacralice. Al parecer, los cuatro lo consideran vital, para la supervivencia no sólo de la Iglesia, sino también del mundo. No sólo de la Iglesia sino también de la sociedad cristiana, toda entera, toda ella.

Con la profanación de la Eucaristía no se pretende otra cosa que abolir a Dios. Eso no es posible pero abolir al hombre sí que lo es: basta con mantenerle al margen de Dios

Pues bien, hoy vivimos tiempos de desacralización y de profanación eucarística. Externa, si, pero también interna. La comunión en la mano, los reclinatorios en el lavabo, los sagrarios ocultos en el último rincón de la Iglesia, la liturgia de la consagración con todo el mundo de pie o en cualquier forma, en definitiva, con la “urbanidad de la piedad” en su punto más bajo.

Por todo esto ya se preocupaba Pablo VI en 1965. 

Lo peor es que tal parece que lo que pretendemos con la abolición de la Eucaristía es abolir a Dios. Pero eso no puede ser y, además, es imposible. Eso sí, vivimos en tiempos de profanación… ¿interna? Y ojo, porque, como diría Clive Lewis, abolir a Dios es imposible pero para abolir al hombre basta con mantenerle al margen del Padre Eterno.