Sr. Director:
Juan Antonio Paredes Muñoz, párroco de Santa María Estrella de los Mares, de Guadalmar (Málaga) y profesor de Teología en el Seminario de Málaga y en el Instituto de Ciencias Religiosas San Pablo, también de Málaga, tiene escrito con motivo de la clausura del año sacerdotal este artículo que merece la pena que los lectores lo lean.

 

Al clausurarse hoy en Roma el año sacerdotal, os recuerdo lo que escribí hace tres meses, ante la fiesta de San José. Cuando me preguntan por qué me hice sacerdote, sólo tengo una respuesta: Por la gracia de Dios. Soy el 19 de 21 hermanos, y nací por pura gracia de Dios.

A mi padre le acababan de liberar del penal de Ocaña, donde le habían encerrado con uno de mis hermanos por no ser afectos a los desmanes de la república. Nací terminada la guerra. Mi madre era una mujer valiente y no se avergonzaba de tener hijos. Siendo niño, escuché a una vecina, que le afeaba el haber tenido tantos.

Mi familia no era religiosa, pero Dios tiene sus propios caminos. Me enseñó a rezar un amigo, dos años mayor que yo, que tuvo el gran acierto de hablarme de Dios y de corregirme cuando era necesario. ¡Curioso, porque él era hijo de un republicano! Me enseñó a rezar y me aconsejó las tres Avemarías cada noche. Hice la primera comunión con más años de lo que era habitual. Y es evidente que soy cristiano por la gracia de Dios.
Por la gracia de Dios, el cardenal de Toledo me envió a Roma al terminar los estudios de Filosofía. Y en los tiempos del Vaticano II, dediqué ocho años a profundizar en la Filosofía y en la Teología; y me inicié en periodismo en radio Vaticana. Fui el último sacerdote que ordenó el cardenal Pla y Deniel, en su capilla privada. Todo es gracia.

Cuando miro atrás, veo que la vocación se fragua día a día, porque todos los días tienes que responder a Dios, entre ilusiones y miedos, entre aciertos y tropiezos. Si dejas de escuchar su voz, tu fe y tu alegría se marchitan. Y ser sacerdote sólo vale la pena si se intenta vivir el Evangelio con hondura y sin cálculos.

Siempre, por la gracia de Dios. Juan XXIII, a quien ayudé a misa en ocasiones, me dejó un regalo muy útil. Fui a visitarle con el cardenal de Toledo, y al hacernos la foto, alguien dijo que me pusiera de rodillas. Pero el Papa "bueno" se me quedó mirando y dijo: ¡No! Soy un hombre, y sólo tenemos que arrodillarnos ante Dios. ¡Y siempre, por la gracia de Dios!.

Elena Baeza