El 10 de julio se verán las caras dos hombres distintos: el papa Benedicto XVI y el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama.

Hablarán de las cuestiones que hoy determinan la política mundial: el derecho a la vida, es decir, aborto y todos sus derivados, así como la paz, familia frente a ingeniería social y distribución frente a concentración de riqueza.

Y todo ello llega mientra arde Persia. El estallido iraní ha servido para que Obama se retrate. De repente, los millones de personas que esperaban que con el nuevo presidente llegaría la paz al mundo se encuentra ahora con un Obama de actitud pasiva e indolente, que asegura respetará ante todo la soberanía de los ayatolás y que asegura: Sólo soy el presidente de los Estados Unidos.

Entramos así en el proceloso terreno de la injerencia. La doctrina habitual, tan querida de todos los dictadores, era la no injerencia en asuntos internos. Es, por ejemplo, lo que ha dicho la tiranía china o la mafia que gobierna en Rusia: no entrometerse en los asuntos iraníes, lo que un castizo interpretaría de esta guisa: Es tu problema. Obama ha dicho exactamente lo mismo, sólo que En humildico: sólo gobierna Estados Unidos.

La teoría papal en política internacional es muy distinta y fue implementada -¡qué horror de palabro!) por Juan Pablo II. Se recuerda al predecesor de Benedicto XVI por su oposición rotunda a la guerra de Irak, y el tiempo le ha dado la razón. Pero se recuerda menos, mucho menos, su actitud, aparentemente opuesta, solicitando, casi exigiendo, a la comunidad internacional, que interviniera -sí, militarmente- en Bosnia y detuviera el genocidio y la bestialidad serbia.

Porque hay veces en que hay que intervenir, y con urgencia, y hay veces en que no. Cuando el Estado masacra al individuo, por ejemplo, hay que hacerlo, cuando no se respetan los derechos individuales mínimos, hay que hacerlo, al menos siempre que la injerencia en lugar de paliar el sufrimiento lo amplifique, algo que suele suceder cuando la guerra se convierte en una demostración de poder o en una venganza (Guerra de Irak, por ejemplo).

En otras palabras, lo justo sería que el presidente de los Estados Unidos se injiriera en los asuntos de Irán en defensa del pueblo masacrado. ¿Militarmente? No, que ya aprendimos de Irak, pero sí con un arma a su alcance: la palabra. El testimonio del presidente de la primera potencia mundial puede ser muy útil para mejorar las libertades en Irán. No injerir, ahora mismo, no es más que comodidad y abandono del más débil: los manifestantes de Teherán.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com