La cumbre europea del próximo día 30 abordará el reparto de poder en la UE, pero no el problema de la identidad. De eso estoy seguro. Llevamos la intemerata de años oyendo hablar de que Europa deber ser líder en los ámbitos económico y geopolítico. Bien, no se ha cumplido en ninguno de los dos casos. El Continente que ha civilizado a medio mundo se ha quedado sin fuerzas, mientras mira de reojo, escuálido, a Estados Unidos, Rusia o China.

Europa está débil en todos los frentes y prefiere que otros países decidan por ella y resuelvan los problemas. ¿Saben por qué Por la identidad, que es eso lo que ha perdido. Y mientras no la recupere, será sólo un engendro económico sin peso global. Identidad en este caso es sinónimo de fuerza, del mismo modo que debilidad, en este caso también, es sinónimo de renuncia: olvidar una herencia de veinte siglos extraordinariamente fecunda.

Europa no volverá a respirar oxígeno, sin la energía de sus viejos, pero vivos, principios, que no tienen nada que ver con el relativismo intelectual, cultural y moral con el que se ha dejado preñar en los dos últimos siglos. Ese pensamiento débil apaga también el espíritu de los fundadores de la Unión (Jean Monnet, Konrad Adenauer, Robert Schuman, Alcide de Gasperi, Paul-Henri Spaak o Altiero Spinelli).

Europa debe recuperar su identidad, que es sinónimo de fuerza, y está a kilómetros del relativismo intelectual, cultural y moral
Ninguno de ellos se perdía en el laberinto de lo políticamente correcto ni en los trucos semánticos en los que nos perdemos hoy y sin remedio. Sin principios no hay vida, del mismo modo que, como decía Albert Camus, si se justifica un asesinato nos quedamos sin fuerza ni argumentos para no justificar el resto. Lo explica en 'El hombre rebelde', el alegato más lúcido, desde el agnosticismo, contra los totalitarismos de la Europa del siglo XX. ¡Lo que hubiera dejado escrito Camus si a su honradez hubiera añadido la luz de la fe!

Europa ha contribuido, es cierto, a dar forma y cauce político a la libertad personal y social (con las aportaciones de creyentes y no creyentes), pero no ha resuelto el debate en aquellas cuestiones que afectan a su propia identidad. Se pierde en un exquisito lenguaje de papel -sin ningún tipo de censura- mientras se traga acomplejada y con ingenuidad, por poner un ejemplo, las consignas islámicas en un juego de desigual firmeza.

¡Intenten buscar una misa en Arabia Saudí, y se darán cuenta que es imposible: está prohibido cualquier símbolo cristiano! Pero Europa admite las mezquitas, y hace bien, porque defiende la libertad de culto, que es un concepto cristiano y, por ende, europeo, aunque gran parte de los europeos desconozca ya ese origen.

Les voy a explicar, no obstante, que no hay que chuparse el dedo. Son esos mismos países de fanatismo religioso islámico, como Arabia Saudí o Qatar, los que financian con sus petrodólares las mezquitas europeas. No sólo eso; su aspiración es que compitan en el cielo con las grandes catedrales románicas, góticas o renacentistas europeas. Afortunadamente la silueta de los pueblos y ciudades del Viejo Contienente sigue siendo cristiana, como recordaba Chateaubriand, en sus bellas 'Memorias de Ultratumba'. Y dicho esto, ¿no sería cuándo menos lógico que esos países contestaran con la misma humanidad A un europeo no se le puede comprar con petrodólares ni con nada: no hay mercado para la dignidad. La dignidad, que en esos países no existe ni el trato con la mujer ni con los credos religiosos -con su 'in-tolerancia' cero a los cristianos-, no se compra en un mercado de repartos. Asombrosamente, la diplomacia europea no hecho absolutamente nada para ajustar ese desequilibrio tan monstruoso.

A un europeo no se le puede comprar con petrodólares por países, como Arabia, que no tiene dignidad ni con la mujer ni con un cristiano

Europa ya no es capaz de neutralizar culturalmente sus amenazas, y en terreno propio, porque se ha quedado sin raíces ni principios. Una revolución ha devorado a la siguiente (desde hace tres siglos) y al final nos hemos quedado sin nada, esperando a ver dónde nos lleva lo ingrávido. Eso sí, todavía se puede repasar la historia, que siempre es un foco de esperanza  y un antídoto contra la desesperación

El relativismo equivale a pensar que la verdad no existe, que es inalcanzable y esa es la enfermedad de Europa. El siguiente paso es dudar de lo que separa el avance del retroceso, lo bueno de lo malo, lo fértil de lo seco, una herencia del reproche. Y el siguiente, el último, es que lo bueno sea malo, que el progreso retroceda, que lo fértil se agoste, que la herencia se olvide.

Europa se está ahogando en un debate estéril, del que no sabe salir, entre los valores que siempre ha defendido, su ola civilizadora -cristiana- y un laicismo insolente que quiere recluir todo lo religioso -esencial en el pensamiento europeo- en un rincón escondido, que no se vea. Eso sí, con una nueva religión, la religión del Estado.

Encajen ahí la ingeniería social más variopinta en busca de una sociedad ideal, no la que debería ser -que ya ha sido-, sino la que una panda de maliciosos ha preparado, en sus laboratorios de ideas, para que deje de ser como era y pase a ser como ellos quieren que sea. Y eso vale para todo: para destruir un orden moral (natural) o 'santificar' unos valores, como la codicia, que nada tienen que ver con el orden económico.

Con el aborto o el 'matrimonio' homosexual pasa exactamente lo mismo. Son el apéndice de última hora en la fragilidad de una civilización que ya no cree en el mandamiento esencial por el que ha luchado durante siglos, la vida y su dignidad (desde los tiempos de Pericles), o que confunde en su Estado de Derecho los deseos con los derechos fundamentales. ¿Cómo es posible que nos desmelenemos contra el holocausto judío, con razón, y no contra el otro holocausto de millones de europeos que no pueden ver la luz, los que matan antes de nacer Son millones de bebés sentenciados a muerte sin poder alzar la voz. No hace falta ser creyente para denunciar esa barbarie.

Europa debe encontrar la senda para recuperar su identidad, con la cooperación de todos, creyentes y no creyentes, para abandonar un discurso frágil, acomplejado, maniqueo y buscar, de paso, los valores eternos, los que superan el breve recorrido de lo oportunista. Son, esos mismos valores, los que han dado a Europa su razón de ser. Sólo así volverá al equilibrio y la armonía pensando en el orden natural al que ha dado carpetazo o un orden trascendente en el que viven todavía millones de europeos. En los dos órdenes brillan las grandes ideas, la religión, la cultura o el arte.

Mariano Tomás

mariano@hispanidad.com