No sé si este país, o quizás esta humanidad, es especialista en hacer leña del árbol caído, alancear al moro muerto, pisar el rabo al cadáver del león. Aquí, el árbol caído, el moro y el león difunto es el catedrático Aquilino Polaino, ya saben, el de que la homosexualidad es una enfermedad. Yo pensaba que la condición de paciente no resultaba injusta pero, al parecer, hoy resulta más llevadero que le tilden a uno de canalla, antes que de enfermo.

Días atrás cenaba con un grupo de periodistas económicos. Naturalmente, Polaino salió a escena y, naturalmente, fue troceado, alanceado y le pisaron el rabo. Los pormenores son fácilmente imaginables, pero el tono fue lo más llamativo. Porque claro, el asunto no era si Polaino había pronunciado brillante sentencia o pueril tontería, sino que se le negaba el derecho a decirlo. A ver si lo hemos entendido un psiquiatra, especializado en tratar homosexuales, no tiene derecho a decir que aquello a lo que dedica varias horas al día es una enfermedad. ¿A qué puñetas se dedicarán los médicos en su horario laboral?

Pero la cuestión de fondo, insisto, no es esa: la cuestión es que según el equipo de periodistas, profesión que se pone de arquetipo de la sociedad de la información, la cuestión era que la libertad debe llegar hasta lo políticamente correcto, ni un paso más. No es posible defender al profesor Polaino, por decir algo que hace un lustro firmaría cualquier bicho viviente, y ahora continúan defendiendo los intrépidos defensores del sentido común. Esta es la cuestión, la cuestión más terrible: el consenso ha dictaminado lo que se puede decir y lo que no se puede decir. Los límites de la libertad están marcados por el medio escénico.

La conversación de plumíferos caminaba por los derroteros mencionados: ¿Cómo puede decir que la homosexualidad es una patología? Pues diciéndolo, claro está, y para aclarar la cuestión, tuve que decir que yo pensaba exactamente como Polaino, y ahí, naturalmente, se rompió el debate. La policía del pensamiento había entrado en la sala.

La policía del pensamiento dice no sólo lo que se puede decir sino cómo se puede decir. Y esto tiene mucho que ver con la psiquiatría, dado que la policía del pensamiento, conocida por las clases medias y por los intelectuales orgánicos como el consenso social no condena con la cárcel sino con el manicomio, no impone sanciones sino que, en un alarde crueldad, deja de invitarte a las fiestas. De repente, el disidente se observa sí mismo y concluye: debo de oler fatal. A su alrededores se hace un vacío, se entroniza el silencio y se enfrían las amistades o, lo que es mucho más grave, los contactos interesantes.

Y es que una cosa es la libertad y otra la locura, siempre peligrosa, siempre contagiosa. Todos estamos por el pluralismo siempre que los límites del pluralismo estén bien defendidos por el consenso social que, a su vez, enraíza en la tolerancia. Tanto es así, que cuando la policía del pensamiento se impone, la policía y el aparato judicial son sustituidos por los psiquiatras. Un poner: a quien se atreva a defender que la homosexualidad es una patología, o una aberración antinatural, una guarrada, es decir, lo que habrían dicho nuestras abuelas sin cortarse un pelo, no se le condenará ni por lo civil ni por lo penal. Simplemente se le llevará al loquero, quien tratará de recuperar al paciente para el necesario consenso. Es el imperio de los psiquiatras, y ni el mismismo Mao Ze Dong habría inventado tan refinado sistema totalitario.

De cualquier forma, y por si la fuerza coercitiva del consenso, es decir de la a manada, no fuera suficiente para reducir a cenizas al rebelde, los hay que prefieren apuntalar al reo por el método tradicional: los juzgados. Y así, la concejala del Ayuntamiento de Bilbao, Julia Madrazo y el colectivo gay ****** anuncian una querella contra Aquilino Polaino por atentar contra la dignidad de los gays. No piden el fusilamiento porque la pena de muerte ya no está en el consenso, que, si no Señores, estamos en la trinchera.

Eulogio López