"Quien no contempla en el espejo de la muerte su propia existencia no encuentra ningún otro lugar donde contemplarla y, a la postre, el miedo a la muerte se trasforma en miedo a la vida, en pavor ante la propia libertad".

La frase corresponde al libro El Horror de morir (El Horror a la muerte, de Tibidabo Ediciones), una pieza fantástica, escrita por mi amigo Jorge Vicente Arregui, prematuramente fallecido por causa de la enfermedad de moda, el cáncer. Coincidí con Jorge en el Colegio Mayor Belagua, de Pamplona. Allí le llamábamos 'Gorka' y, como insoportables adolescentes de 20 años que éramos, glosábamos sus largas pláticas sobre el ente, el ser y su relación -inmediata y evidente- con el proceso de emancipación euskaldún. Uno de esos personajes que merece la pena haber conocido.

La Iglesia celebra el sábado 2 de noviembre la festividad de los fieles Difuntos, nada que ver con la memez de Halloween. Tampoco es un culto sintoísta debido a los muertos por el hecho de ser nuestros antepasados. La civilización occidental honra a los difuntos porque han pasado a mejor vida, sea en el Cielo o en el Purgatorio (a los del Infierno no se les puede honrar lo que se dice nada). 

A los primeros, los del Cielo, porque necesitamos su ayuda, en el segundo caso, los del Purgatorio, porque necesitan la nuestra. No son zombis, porque los zombis son muertos vivientes, luego es una contradicción en origen: ningún hombre que haya existido -es decir, ningún hombre- sobre la faz de la tierra ha muerto: todos y cada uno viven en otra dimensión. El hombre nace pero no muere. El pequeño problema es otro: el cómo viven.

Pero la cuestión de fondo, aquí y ahora, sigue siendo la de Jorge. El temor a la muerte es un miedo de fruslería comparado con su consecuencia directa: el miedo a la vida. Algo finito, agua que se escapa entre las manos, preciosa imagen que sólo denota una cosa: angustia.

Y hay que ser tonto para vivir angustiado cuando podemos conocer la respuesta: el hombre no muere jamás. Viene a la existencia pero no la abandonará nunca. ¿Acaso les parece lógico que un Dios creador se tome la molestia de crear entes libres para luego devolverlos a la nada

Otra cosa es el Infierno, el lugar donde van los que voluntariamente quieren ir, pero somos, de hecho, seres infinitos, entendiendo por infinidad lo que no debe entenderse: el tiempo ilimitado, en lugar de la existencia fuera del tiempo, la existencia espiritual, de la que gozamos desde ya mismo. De ahí la alegría de vivir: porque la muerte no existe y la muerte espiritual ha sido vencida por Cristo en la cruz.

Ojo, una cosa es el miedo a morir y otra el miedo a la muerte. El miedo a morir es cristiano, sólo los dementes pueden evitarlo: la angustia de la asfixia, el dolor de la separación material de los seres queridos, el dolor de la separación entre cuerpo y espíritu, el miedo a lo nuevo… Claro que existe el temor a morir, ese que sólo se cura con la esperanza en el amor de un Dios pendiente de la palabra del hombre, Cristo. Lo que no debe darse es horror a la muerte. Al menos en quien confía en Cristo.  Porque ese terror al más allá sería la prueba de que no confiamos en él.

La vida es eso que viene antes de la muerte. Por eso resulta un experimento formidable, envidia del reino animal. ¿Acaso no ven que somos seres infinitos

Eulogio López

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