Mezclen en una coctelera elementos del género cinematográfico de ciencia-ficción junto con otros de genética e, incluso, de mitología griega y el resultado puede ser algo tan confuso como el argumento que narra Código 46. Eso sí, su director, el británico Michael Winterbotton (Wonderland, In this World o 9 Songs) no se inmuta cuando la define como una historia de amor imposible.

Con un argumento que recuerda la futurista Gattaca, Código 46 nos introduce en una sociedad en la que el Estado controla todos los movimientos de sus ciudadanos. Durante el transcurso de una investigación de tráfico fraudulento de visados (papeles necesarios para mantenerse dentro de la sociedad civilizada), el agente encargado del caso, William (Tim Robbins) se enamora de María (Samantha Morton), la principal sospechosa de la infracción. Pero la relación que mantiene con ella sitúa a la pareja en el punto de mira del Estado, puesto que han violado el Código 46, es decir, la ley que impide que los ciudadanos mantengan relaciones íntimas con personas con las que guarden similitud genética. Es decir, el estado controlador es, al mismo tiempo, protector. Toda una contradicción.

Aunque Código 46 aborda, entre otras cuestiones, los peligros que acarrea la manipulación genética (más en concreto todo lo que puede derivarse de la clonación) Winterbotton ha seguido el camino fácil. En vez de decantarse por un desarrollo serio, ha puesto especial hincapié en el apartado sexual de la historia y, por consiguiente, ha desvirtuado el resultado final. Muy decepcionante.