Bolivia es un país, el más pobre de toda Iberoamérica, al borde de la guerra civil. Así, como suena. La anarquía más completa reina en las principales ciudades del país, no digamos nada en el medio rural. No es que manden los cocaleros o la exima izquierda cocalera de Evo Morales. Es que no manda nadie, e impera la ley del más fuerte. La acracia es romántica, pero deja de serlo en cuanto muere el más débil. El presidente Carlos Mesa tiene muy presente lo que le ocurrió a su predecesor Gonzalo Sánchez de Lozada, que sacó el ejército a la calle para controlar los desórdenes y la cosa acabó en un baño de sangre y en el exilio, y probablemente algo más, para el ex presidente. Por eso, su sucesor, Carlos Mesa, ha inventado el tancredismo, se niega, y hace bien, a sacar las tropas a la calle, mientras sus enemigos, la extrema izquierda cocalera y los secesionistas están deseando que cometa el error tan buscado : un muerto por bala. En el entretanto, nadie hace nada, el matón del barrio se ha apoderado de la calle en nombre de la pobreza indígena y el país se encuentra al borde de la guerra civil.

Bolivia es, en efecto, un país asentado sobre una bolsa de gas. Ahora bien, no es un gas sencillo de arrancar a la tierra, dada su escarpada orografía. Es decir, necesita tecnología e inversión. Si lo quieren en cifras, la extracción de gas boliviano exige una inversión intermedia de entre 7.000 y 8.000 millones de dólares.

Los cocaleros de extrema izquierda piden la nacionalización de las reservas de gas. Los estados más ricos, por el contrario, exigen una ley blanda con las petroleras (aviso para navegantes, en Hispanoamérica, casi todas las legislaciones son blandas con la petroleras, no al revés). Mesa ha optado por la vía intermedia de la recientemente aprobada ley de hidrocarburos: no nacionaliza el gas pero exige unos impuestos que superan el 90%, ojo, no de los beneficios, sino de la facturación. En algunos campos de más difícil acceso, simplemente se supera el 100% de las ventas sólo en impuestos, es decir, que cualquier operador incurrirá en pérdidas desde el primer momento. Naturalmente, si el desarrollo legislativo de la ley mantiene la misma presión fiscal, petroleras como la española Repsol YPF o la brasileña Petrobrás, se marcharán.

Lo más duro es contemplar a un país con una riqueza natural espléndida en una miseria extrema y al bode de la confrontación violenta. Casi más lógico sería que Mesa hubiera hecho caso de la reclamación de la extrema izquierda indigenista y hubiera aceptado la nacionalización de los yacimientos. A cambio, se firmarían acuerdos de explotación con las compañías petroleras y comenzaría a exportarse la gran riqueza de los bolivianos. Lo que ocurre es que la palabra nacionalización produce náuseas ideológicas a los grandes del mundo del petróleo, también a las grandes multinacionales norteamericanas, tan allegadas a la plana mayor de George Bush, como el vicepresidente Dick Cheney, o la misma secretaria de Estado, Condoleezza Rice, que también proviene del sector petrolero.

Además, no nos engañemos: el problema de las compañías norteamericanas en el mundo hispano es que tratan a los Gobiernos con una prepotencia feroz. A veces, como ocurre en Venezuela, no es que se les suban los impuestos; es que no los han pagado nunca y ahora hay gobiernos que se los exigen.

En definitiva, aquí no hay buenos ni malos, todos son malos. Y lo peor es que los bolivianos viven en la miseria a pesar de su preciosísima riqueza natural. Y encima, en medio de la anarquía, al borde del estallido social. Porque eso es lo malo de la acracia: en principio resulta atractiva la ausencia de autoridad, pero antes o después degenera en guerra. Guerra civil, por más señas.

Eulogio López