Dice Daniel Estulín, el gran estudioso del Grupo Bidlelberg, que hoy comienza su aquelarre anual en Sitges (¡que tíos más horteras!): En primer lugar, Bilderberg no es ninguna sociedad secreta. Creo que es obvio, dado que hoy día todo el mundo lo tiene en la portada de su periódico o revista. Me imagino que gracias a mis libros sobre el Club.

Depende de lo que se entienda por secreta. En la sociedad de la información, los secretos responden al viejo aforismo: ¿Cómo ocultar un elefante en la Gran Vía? Llenando la Gran Vía de elefantes. Bildelberg existe y se habla tanto de él, y se dicen tantos disparates, y se ha convertido en un escaparate tan visible y tan oculto que constituye el mayor de todos los secretos: el secreto visible. Y también dice Estulín: Por otro lado, no existe ningún tipo de conspiración cuando un profesional habla de Bilderberg. Digo profesional porque, desde luego, hay demasiada demencia y frikismo sobre el tema. Tan sólo personas con mentes débiles creen de verdad que un grupo tan pequeño puede llegar a manejar los hilos del mundo.

Poder sí que pueden, pero con una diferencia. Me alegro de que Estulín haya proporcionado ese giro, porque, en efecto, vivimos en la época del consenso, no de las conspiraciones. Vaya por delante que a mí me gustaban mucho más las conspiraciones, aunque resultan menos eufónicas.

La era de las conspiraciones cayó con la muerte de la prensa (¿no se había enterado usted de que la prensa había caído?): pongamos un ejemplo del famoso consenso de mercado, es decir, de mercado financiero.

Un yupi -perdón, analista- de Barclays decide que el petróleo va a subir -o a bajar-. Otro yupi del BBVA le copia la idea, porque lo que teme el hombre de la sociedad del consenso no es a equivocarse, a no estar en la verdad (dado que no cree en la verdad, sino en el miedo a que puedan descubrir que está equivocado). A lo que realmente teme es a quedar mal, al ridículo. Así que al analista del BBVA le plagia otro del Morgan. A Morgan le chulea City, y tras pasar por Popular, Sabadell, Santander, Bankinter y la Caja de Ahorros de Pollensa, acaba en Goldman. Luego Barclays se copia a sí mismo, a través de la muy soberana autoridad de Goldman Sachs, y se convence de que, en efecto, tenía razón: había consenso. Y este proceso no tiene por qué durar más de unas horas, o minutos, porque Internet ha apurado algo más la endiablada velocidad de circulación de los datos.

A los poderosos, y a la moralidad de consenso que imponen, les ocurre lo mismo. Les encanta consensuar, es decir, pensar que sus tonterías son verdades aceptadas por la gente inteligente. Los poderosos no entienden la pobreza porque no comprenden por qué, cuando un pobre siente hambre, no toca la campanilla para llamar al servicio. Y confunden la otra pobreza, la miseria moral, con la envidia, porque todos ellos son calvinistas y disfrutan del principio de que si un rico es rico es debido a sus méritos y si un pobre es pobre es porque algo habrá hecho para serlo. Y así surgió el calvinismo, y con él Wall Street... o Bildelberg.

Pero Estulín también nos descubre cómo funciona ese consenso. Lo hace a través de la dinámica de los procesos sociales que, entendida como un movimiento de ideas evolutivas a lo largo de varias generaciones o siglos, es la que realmente logra moldear el curso de la historia.

Muy cierto, sólo le falta definir el rumbo de esa dinámica de procesos. Porque el actual consenso bildelbergiano sólo ofrece un nuevo orden mundial que se define en negativo, por su anticristianismo. En Bilderberg hay dos tipos de invitados: los que influyen y los que figuran. Entre los segundos figuran por ejemplo, la Reina de España. Entre los primeros, Kissinger o Villepin. Pues bien, en este segundo grupo, no figuran ni un solo defensor de la vida humana, ni un solo cristiano, pero sí muchos cristófobos.

Esta es la variable de la que siempre adolece Estulín: no ve o no quiere ver la cristofobia, que es lo que define a Bildelberg.

Conspiración y consenso. ¿Qué es lo que más halaga al poderoso? No el dinero, sino la consideración de los demás, especialmente de los de sus clases.

Por eso en Sitges también figuran gente que se llama cristiana y que no percibe, o no quiere hacerlo, ninguna incompatibilidad entre su fe y su concubinato con el mundo. (No con Pedro José Ramírez, sino con el compañero del demonio y la carne). Ustedes me entienden.

El NOM puede ganar la batalla: la de la sociedad del consenso sí, pero al final, como siempre, será vencido por Cristo. A mí me dan pena estos chicos. De hecho, lo de Sitges ya suena muy horterilla. Con decirles que ya no sólo acude Juan Luis Cebrián sino que pretende ir Jaume Roures. A buen seguro, Mediapro acabará por vender los derechos de retrasmisiones de los amigos de Kissinger, casi todos ellos octogenarios.

Eulogio López

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